martes, 25 de marzo de 2014

El drama de Francisco

En estos días me he puesto a pensar reiteradamente en cómo habrá sido el drama interior de Francisco de Asís cuando, por obra de la gracia de Dios, va descubriendo un mundo nuevo en su interior y se va dando centa de que todo lo que había conseguido y todo por lo cual hasta hace poco luchaba ahora era nada y menos que nada, que nada de lo anterior valía en verdad y que ahora el cielo le estaba mostrando una serie de realidades que eran las más verdaderas, auténticas y las que en definitiva eran las únicas valiosas. 

Había sido un caballero en el sentido más guerrero de la palabra, lo tenía todo: prestigio, familia acomodada, dinero, riquezas y una jugosa herencia, amores y conquistas al alcance de la mano.  La vida le había sonreído siempre.  Nunca supo el drama de la vida de tanta gente que apenas comía cada día.  Sus dias iban de placer en placer, rodeado de todo lo más fino y apetecible.  Y ahora, por gracia de Jesucristo, se le habían abierto los ojos por vez primera: veía las cosas como las ve el mismo Dios.  Y entonces comenzaba a aborrecer lo que antes amaba y comenzaba a amar lo que antes jamás le pareció amable.  Y descubre toda la mentira de su estilo de vida. Y se da cuenta de la fragancia de las almas.  Y se da cuenta de que su mundo hecho de sedas, oropeles, pompas, solemnidades y fasto en verdad apestaba.  Y comienza a ahogarse.  De pronto le ahoga todo lo que antes era su delicia.  Y se siente como asfixiado.  Y se le asfixia el alma porque la descubre rodeada de mentira, de hipocresía, de pura cascarilla.  Y ya no le gusta nada de lo que antes le llenaba el alma.  Dichosa alma que descubre lo que en verdad vale.  Dichosa incomodidad de lo terreno.  Dichoso aguijón que se le clava en el corazón. 

Sin duda, era un terremoto interior, una crisis diríamos hoy, lo que estaba viviendo.  Dentro de sí sentía el dolor del nacimiento de un nuevo Francisco.  Dios se valió de su alma sensible, antes dedicada a la vanidad del mundo, ahora espoleada por la revelación de las verdades más verdaderas.  Y se vuelve como un niño.  Comienza a verlo todo con ojos claros.  Quién nos diera tener los ojos y el alma clara de un niño pequeño, quien nos diera la inocencia de un recién bautizado.   Y Francisco comienza a descubrir el mundo de un modo nuevo.  Y se queda preplejo ante las maravillas que ven sus ojos: la creación entera.  Sus familiares y amigos le creen loco.  Ha perdido la cabeza, dicen.  Y él no explica nada, no defiende nada, no alega nada.  Es un niño pequeño que se goza con cosas que para los grandes, para los fuertes, para los cancheros, no son la gozada.

Y Jesucristo se le va haciendo amable.  Se le va el corazón detrás de Él.  Francisco se enamora de verdad quizá por vez primera.  El conquistador ha sido conquistado.  Le siguen creyendo loco, más loco todavía: Enamorarse de Cristo, ¡horror!  Hoy quizá algún psiquiatra habría opinado que Francico se ha enfermado de "misticismo".  Y Francisco ha comenzado a vivir otra vida.  Su padre no le entiende.  Su madre tampoco, pero trata de protegerle compasivamente.  Y se despoja de todo, se va desnudo.  Es el colmo del escándalo.  Comprobado: Está loco.

Y el Supremo loco de amor, Jesucristo, le pide que reconstruya Su Iglesia.  Como buen niño, Francisco entiende el mensaje del modo más obvio.  Y se va aquella iglesita de campo y la reedifica, se hace albañil y pintor, techador y reparador de goteras.  Y ahí está el pobrecillo, el loquito inofensivo, hablando con su Dios y con una alegría que ya quisieran tener todos los que estaban enfundados en tanta vida suntuosa.  Más feliz que los ricos, más feliz que los guerreros, más feliz que los galanes de moda.  Y vienen poco a poco a verle, le observan, comienzan a admirarle, se dan cuenta de que el loquito no lo es tanto.  Y escuchan sus palabras, sencillas, llenas de alma.  Y algunos se le van uniendo para una locura común.  Pronto, la enfermedad de Francisco alcvanzará tambien a grandes caballeros, la ciudad está un poco asustada.  Y para variar, ahora también hay un grupo de jovencitas que han sido cautivadas por el loquito.  Le siguen.  Se hacen, como él, penitentes.  Es una epidemia que ya no se piede parar.  Y aquella enfermedad se convierte en aguijón.  Aguijón para la opulencia, para la mentira de una vida materialista, para el vacío de una vida saturada de vanidades que nunca llena el corazón.

Y al final, La Iglesia se detiene para reconocer en esa locura de Francisco una desconcertante llamada de Dios a volver a los orígenes del Evangelio.  Y aquel loquito bueno se transforma en San Francisco de Asís.  Y sus hermanos y hermanas, frailes y monjas, se dedican a extender su locura por el mundo.

Y aquí nos encontramos nosotros.  A varios siglos de distancia del buen Francisco de Asís.  Nuestros tiempos seguramente son distintos a los que aquel pobrecillo, seguramente.  Pero no cabe duda que necesitamos ahora más que nunca no sólo uno sino varios Franciscos de Asís, varias Claras de Asís, necesitamos muchos varones y mujeres que con su vida quieran hacerse signos de los absoluto de Dios.  Sí, a la hora de hablar todos decimos creer y amar a Dios, pero pocas veces llegamos hasta el final como Francisco y Clara. Necesitamos esa radicalidad de Francisco.  Necesitamos gente desprendida, desarraigada, desapegada, no sólo de sus cosas, de sus mundos, sino de sí mismos.  Ese es el valor de la vida religiosa y evangélica de Francisco y Clara.

¿Será que el mundo en que vivimos ha matado tanto la voz de su propia conciencia que ya nadie escucha la voz de Jesucristo para ser otros Franciscos y Claras?

¿Será que nuestro mundo actual no es capaz de producir gente con un alma tan grande como la de Francisco y Clara?

Yo pienso que esa gente existe.  Yo les llamo para unir fuerzas, para seguir a Cristo sin rebajas.  Yo me imagino el drama de Francisco en su corazón.  No fue fácil.  Para ningun santo lo fue.  Para nungun criatiano es fácil seguir al Maestro en este mundo nuestro.  Pero sé, algo me dice que así es, sé que es posible y más: necesario vivir ese drama.

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