miércoles, 14 de diciembre de 2016

La Verdadera Radicalidad Evangélica

Desde que hace más de veinticinco años decidí secundar la llamada de Jesucristo para seguirle en Vida Consagrada, probé cómo se encendió en mi alma un fuerte deseo de radicalidad. Tanto así que desde el primer día de vida en comunidad religiosa estuve dispuesto a jugarme la vida a todo o nada, sin medias tintas. Y no es que me resultase fácil: había todo un elenco de cosas que me resultaban a veces chocantes (horarios, ciertas disciplinas, normas específicas, etc.) Pero por sobre todo ello, decidí cortar con lo que debía cortar, asumir lo que debía asumir, y me entregué a servir al Señor sin rebajas.

Tuve también mis días grises, incluso mis temporadas grises en las que todo cansaba, y cuando todo indicaba que ya no podía más. Experimenté la flojera de mi voluntad y la inestabilidad de mis deseos, supe también –por insistencia de mi propia carne- lo que es la mediocridad espiritual y moral. En ciertos momentos parecía que mi carne me mordía y se tragaba mi alma sin remedio. Sentí la tentación de vivir como anestesiado hacia todo lo espiritual, de vivir ‘volando bajo’ sin más problemas que dejarme llevar por las cosas. Sin embargo y aun con todo ello, por gracia divina y por pura misericordia de Dios, pude superar aquel feo letargo de la tibieza. Y fui otra vez feliz al redescubrir la vida nueva que fluye de la más radical y sincera generosidad para con Dios, la que se traduce en caridad gozosa y en disponibilidad para el servicio. Y es así que, con algunos años de seguimiento de Jesucristo, la ilusión por Él y el entusiasmo ‘por lo nuevo de Dios’ se hicieron parte de mi vida.

Andando los años, de tanto en tanto veía a cierta distancia el nacer o el renacer de muchas comunidades de religiosos o de fieles laicos que, aquí y allá, hacían gala de la más genuina radicalidad evangélica. En un primer momento –varios años- yo les admiré sinceramente, hasta puedo decir que les tuve una cierta y bien disimulada envidia. Siempre me identifiqué con un seguimiento exigente de Jesucristo, por ello el ver estas nuevas iniciativas apostólicas o de consagración a Dios alimentaba mi entusiasmo.

Pasaron algunos años y me fui dando cuenta de que muchas veces aquella pretendida radicalidad evangélica sólo hundía sus raíces en la más superficial epidermis religiosa. Es así que noté muchas veces en aquellos grupos un apego excesivo a la propia imagen, un cuidado vanidoso de las formas y de la estética, una orientación indisimulada por cuidar lo más externo de la fe: imágenes sacras, andas, estandartes, costumbres devocionales, oraciones, rituales, devociones particulares; sin hablar todavía de los hábitos recargados, de los nombres hiperinflados, del aire de autosuficiencia, del orgullo propio de secta y del sentimiento de superioridad sobre los demás católicos.

Y corroboré a veces la mala raíz de varios de estos movimientos y comunidades al constatar que se originaban en su seno desagradables y tristes escándalos casi siempre relacionados con las desmedidas riquezas o con la impura vida sexual de sus líderes. Aun así, no he dejado de creer en la posibilidad de una auténtica radicalidad evangélica, pero ya no basada en lo más exterior o cosmético de la fe, ya no fijada en los medios humanos (ideas de grupo, tradiciones, sentimientos de clase, estructuras físicas imponentes, exhibición de poder de convocatoria, copamiento de puestos clave en la estructura eclesial, buen marketing, pretendida fidelidad absoluta al Magisterio, etc.), sino una radicalidad que tenga los ojos puestos en la finalidad de todo: Jesucristo, su persona, su amistad, su imitación, su palabra.

Y así, luego de tanto tiempo de intentos fallidos y equivocadas iniciativas, he llegado a la íntima convicción de que la verdadera y real radicalidad evangélica está en la caridad sincera y en la decidida renuncia a uno mismo. Caridad y renuncia. Y tanto la caridad como la auténtica renuncia a uno mismo sobrepasan y superan ampliamente la fijación terca en lo más exterior y cosmético de la fe. Durante varios años yo también cifré mi radicalidad evangélica en el hábito talar bien presentado, en los infaltables y elegantes gemelos, en la calidad y hermosura de las casullas para la Misa. Soñaba con la elegancia de las formas y hasta llegué a pensar que utilizando más frases en latín, más radical sería.

Hoy me doy cuenta de que la auténtica radicalidad evangélica no tiene nada que ver con la ostentación de los medios ni de las estructuras, ni está necesariamente en relación proporcional al número de miembros o de adherentes que tiene una obra. Y me di cuenta de la lógica mundana que subyace en la fijación por la eficacia pastoral o apostólica. Y comprendí que lo único que salva a los hermanos es la hondura de la caridad, la amplitud del corazón, la renuncia al propio yo, la renuncia a toda búsqueda de poder, de figuración, de acumular cosas y también éxitos apostólicos, aplausos y reconocimientos.

Sí, la auténtica radicalidad evangélica no está en el estilo barroco de las construcciones, ni en una liturgia perfecta, adusta y almidonada. La elegancia ayuda, el porte firme puede edificar, pero sólo la caridad abre los corazones y permite que fluya la gracia divina. Porque es fácil también que bajo apariencias ortodoxas o conservadoras fluya también un cierto tufillo de engreimiento que a la larga –o a la corta- endurece el corazón al Evangelio. Hoy prefiero mil veces la sonrisa abierta de un niño, un par de empolvadas sandalias y hasta un ajado y sucio hábito religioso por vivir la caridad y el desprendimiento de uno mismo. Y, de hecho, tanto la caridad como la renuncia al propio yo conducen a una real pobreza y humildad.

Es fácil ser radical cuando tienes la comida asegurada, el techo seguro y ese calorcillo que produce una vida cómoda. He conocido varias personas que podrían calificar como hombres o mujeres de Dios porque en el fondo todo lo tienen asegurado y sobre ese riel cualquiera puede ser espiritual y hasta místico. Es muy fácil pretender ser radical para con Dios cuando esa radicalidad no implica la muerte del propio yo, cuando el Evangelio meditado a medias no produce desprendimiento de sí mismo, cuando la exégesis no llega a plantear la necesidad de una real y voluntaria pobreza. Y qué curioso que en el Evangelio, se mire por donde se mire, Jesucristo puntualiza cada dos por tres la necesidad del desprendimiento de lo material en general y del dinero y del acomodo en particular.

Cuando el Evangelio se hace palabra mordiente escasean los radicales, y los que se ufanan de ser muy fieles se muestran por lo menos ridículos. El Señor me ha tenido mucha misericordia, ha sido muy paciente conmigo –sigue siéndolo-. Yo fui durante varios años un ciego para estas verdades, corrí tras las apariencias, creí falsamente encontrar en esas cosas la Verdad.

Hoy valoro mucho más la pobreza real y voluntaria, la caridad amplia para con todos y la disposición a la renuncia de uno mismo. Allí está la Verdad, así fue Jesucristo. Allí está el origen de la más pura radicalidad evangélica y es a la vez su más grande fruto.

 Bendito sea Dios que tengamos un Papa como Francisco –experto en estos temas-, hoy por hoy no hay signo más grande de la Voluntad de Jesucristo para con Su Iglesia, mientras esperamos Su Venida.