lunes, 25 de junio de 2007

¿Por qué ser diferentes? (1º parte)

«Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que nos ha otorgado, de las cuales también nosotros hablamos, no con palabras enseñadas por la sabiduría humana, sino enseñadas por el Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales. El hombre naturalmente no acepta las cosas del Espíritu de Dios; son locura para él. Y no las puede entender, pues sólo espiritualmente pueden ser juzgadas. En cambio, el hombre de espíritu lo juzga todo; y a él nadie puede juzgarle. Porque ¿quién conoció la mente del Señor para instruirle? Pero nosotros tenemos la mente de Cristo» (1Cor2, 12-16)
Este texto de la primera carta de San Pablo a los corintios junto con este otro: «¡No se unan en yugo desigual con los infieles! Pues ¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué unión entre la luz y las tinieblas? ¿Qué armonía entre Cristo y Beliar? ¿Qué comunicación entre el fiel y el infiel?» (2Cor 6, 14-15) nos colocan bíblicamente en la idea central de nuestro blog, «Para ser diferentes».
A la edad de 16 años me encontré con Jesucristo y desde aquel entonces me sentí impulsado a ver las personas y los acontecimientos con ojos nuevos. Tuvieron que pasar varios años para que cayera en la cuenta de que me había encontrado con la misma Sabiduría de Dios, la que enseña el Espíritu de Dios, Jesucristo. Desde aquella noche de noviembre de 1987 me sentí invadido por la locura de Dios y elegí caminar y vivir al revés. Han pasado 20 años desde aquel entonces y hoy les presento estos escritos no sé si bien madurados pero sí bien sinceros y verdaderos que espero puedan ayudar a muchos a lograr vivir a Jesucristo en lo cotidiano de la vida.
Y es que la fe en Jesucristo El Señor es para vivirse más fuera que dentro de las iglesias. Lamentablemente habemos cristianos que estamos convencidos de que la fe es sólo una cuestión más en la vida (“la cuestión religiosa”, dicen), como si Dios no bastara para vivir. Jesucristo es para vivirse en las calles y allí donde los hombres arman y desarman sus juegos de felicidad y de vida.
Una de las cosas que me ha impactado enormemente en los últimos años es el hecho de observar cómo creyentes, cristianos y católicos, no sé decir si muchos o pocos, han terminado uniendo en sus vidas el espíritu del mundo con el Espíritu de Dios. Sé que vivimos hoy por hoy una época de dialogicidad, de pluralismo, de democracia y tolerancia pero también me gusta recordar y meditar lo que nos ha dicho San Pablo en la segunda carta a los corintios: «¿Qué unión (existe) entre la luz y las tinieblas?» (6,14). Aceptamos, como no, un serio ecumenismo con los demás creyentes pero de hecho no existe, no puede existir –si queremos ser fieles a la palabra de Dios- no pueden existir componendas con el espíritu del mundo, no puede haber diálogo entre la luz y las tinieblas.
De todo esto se deduce fácilmente que vivir en clave verdaderamente cristiana es Vivir al revés de los demás, ser diferentes. Vivir en clave cristiana es vivir a contracorriente. Y para vivir a contracorriente se requiere de una fuerte dosis de valentía y de coraje.
La fe en Jesucristo es lucha, no suspiro piadoso. La fe en Jesucristo es grito y no maullido de gata en celo. La verdadera fe en Jesucristo es para despertar y no para adormecer a nadie. La verdadera fe en Jesucristo es como un resorte que nos devuelve a la vida y no un refugio para quien no quiere o no puede enfrentarse a la dura batalla de vivir.
Y es que tener fe no quiere decir suspirar más ni adormecernos más. Tener fe en Jesucristo significa adherir con toda el alma a todo aquello que Él nos ha dicho. Y lo que sabemos por su palabra es que estamos en el mundo pero no somos del mundo (Cf. Jn 17,6-21).
Pero muy fácilmente el mundo se nos pega, se nos pegan sus quereres, sus intereses, sus ideologías, sus modas, sus estilos de vida, tanto así que acabamos uniendo en yugo desigual lo puro con lo impuro, Dios y Beliar, como dice San Pablo.
Varias veces he pensado que hemos hecho una barbaridad porque, estando en el mundo como quienes esperan en un paradero la llegada del ómnibus de la eternidad, hemos acabado olvidando lo que esperábamos y hemos incluso construido una casa de cemento y piedra en el mismo paradero. Es el absurdo más grande que hemos cometido. Y lo peor de todo es que hemos acabado adorando nuestro cemento y nuestra piedra chancada.
Y quien ya no espera nada no puede encontrarse con Jesucristo, porque Él ha venido para los que se sienten muy necesitados.
Necesitamos un encuentro con la Verdad de Dios, la Verdad que nos traiga Luz y Vida, necesitamos un encuentro con Jesucristo El Señor, necesitamos conocer de verdad al Hijo de Dios e Hijo de María.
No creemos en Jesucristo para que nos arregle los problemas de la vida, tampoco le queremos seguir por sus milagros. Creemos, creo en Jesucristo no porque me haya hecho un favorcito, no porque me haya hecho un milagrito, creo en Jesucristo y le sigo porque desde hace varios años él me hizo el invalorable milagro de meterse en mi vida y porque desde ese entonces comprendí que el milagro más grande es que exista alguien como Él.
Y Ustedes, ¿qué dicen?

lunes, 18 de junio de 2007

San Zaqueo, el generoso

San Zaqueo, el generoso[1]
Un pequeño de corazón grande.

Zaqueín era chiquito, ya lo saben. Desde chico era muy chico. En el colegio le fastidiaban por su estatura, se mofaban de él. Creció un poco resentido, resentido con la vida que lo había hecho así de pequeño, le habían puesto un sinnúmero de sobrenombres y apodos, era el blanco favorito de varios astutos compañeros de clase. En su interior juró algún día vengarse de todos los que se burlaban de él. Era demasiado: que si enano, que si chato, que si chichón de suelo, etc. Llegaba a casa serio y sin ganas de hablar.
Fue creciendo… en edad, quiero decir, pero las piernas no se le estiraban por nada. Hacía muchos ejercicios. Pensaba que quizá tomando tres o más vasos de leche, como dice la propaganda, pero nada, ni un centímetro más. Se tuvo que acostumbrar.
Llegó el momento de elegir algún modo de ganarse la vida. Definitivamente no iría por el circo, no, no, sus heridas no estaban curadas y recordaba bien su juramento de hacer que paguen los que se mofaron de él. Se enteró que había un grupo de tipos que tenían un buen negocio, que se trataba de recaudar impuestos para el tirano de turno, que literalmente el negocio consistía en hacer pagar a muchos lo que debían a sus jefes, los podrían incluso agarrar por el cuello y exprimirlos, podrían quitarles sus bienes y seguro que se postrarían a sus pies y les pedirían piedad.
Se olvidaría entonces de tantas noches en las que a solas y a escondidas lloraba su soledad. Porque había llorado mucho, pero eso no lo iba a decir a nadie.
Y comenzó con lo suyo y lentamente a fuerza de abuso y también de otros “amigos” fue amasando una considerable fortuna. Llegó a tener muchos siervos, una casa grande en la que siempre habían las mejores comidas y mucho de beber. Le comenzaron a llover los amigos y amigas. Él no amaba a nadie, él sabía que ellos le usaban y él a su vez también los usaba, no los quería para nada, sólo se divertía a costa de todos ellos. Pero cuando llegaba la noche de nuevo la soledad, de nuevo el llanto y la frustración. Ya le tenía miedo a la noche, a veces se metía y se enfundaba con vino hasta quedarse inconciente, así se dormía.
No se sentía querido, nadie le había querido de verdad en la vida. Pero se regodeaba viendo a muchos que se arrastraban a pedirle piedad por deudas de impuestos, ese era su modo de vengarse de tanta burla.
Y un día escuchó hablar de un cierto maestro, un rabbí, que era muy amigo de los de su “club”. Al principio no le dio importancia. Pero luego llegaron a su oficina varios conocidos suyos que le contaban con ilusión en los ojos que ese rabbí les había cambiado el norte de la vida. Le hicieron impresión esos ojos chispeantes de vida en esos raros testigos. Él nunca había sido muy piadoso. Recordaba vagamente su iniciación en la sinagoga pero nada más. Tenía un poco de temor de acercarse a ese rabbí, quien sabe si sería un santo, un profeta y él qué tenía que hacer al lado suyo. Los fariseos se pasaban el día hablando de integridad y santidad….. Él no se sentía ni santo ni íntegro. Sabía que su historia era triste y negra.
Hasta que un día le vienen con la noticia. El rabbí está llegando al pueblo, viene con sus discípulos y con mucha gente que lo sigue. Y dicen que ya ha curado a varios ciegos, a levantado a varios muertos y ha curado a tullidos y posesos del demonio. Por un momento pensó –que niño fue entonces- en que el rabbí podría estirarlo un poquito, agrandarlo, en fin…
Se encargó de averiguar bien cuándo y por dónde pensaba pasar exactamente.
Llegado el día fue a la calle indicada. La gente estaba ya apiñada. La noticia era vox pópuli. No le dejaban pasar adelante. Él gritaba y hasta dijo algunas palabras no muy decentes, pero nada. Amenazó con sus guardaespaldas, pero nada. La gente quería un milagrito, y cuando de eso se trata no se respetan los protocolos ni el dinero ni el título nobiliario, el que la sigue la consigue.
No sabía qué hacer. Vio un árbol. Se acordó que de niño varias veces se había subido a un árbol parecido a ese, unas veces para sacar algún fruto, pero las más de las veces para refugiarse y sentirse de alguna manera más grande que todos los demás, desde allí dominaba todo y nadie le podía fastidiar. Lo hizo tantas veces que fue convirtiéndose en un experto en el asunto.
Miró el sicómoro y dijo: esto es pan comido. Se quitó la túnica, volvió a ser niño y fue trepando. Cuando estaba a mitad se dio cuenta que ya no era más un niño y que las fuerzas no eran muchas. Pero siguió y con mucho esfuerzo llegó hasta la copa, se limpió la frente y sonrió victorioso. Trató de divisar la comitiva del rabbí y pudo ubicarla. Aguzó la vista y pudo ver el rostro del rabbí. Era el rabbí un tipo bien plantado, apuesto, sonreía con mucha sencillez, se le veía cercano a todos. Qué distinto a los rabbíes que había visto: esos eran serios, tenían porte de santones, eran muy solemnes y distantes, qué serios y poco humanos se le veía.
Pero el rabbí Jesús era distinto. Le quedó mirando y por primera vez sintió en su interior algo parecido al cariño. Sintió que dentro se le revolvía, no sabía cómo, una cierta alma de niño, de niño robado. Lo estaba mirando y se le cayó una lágrima. ¡Qué lindo sería que pudiese hablar con él, parece tan bueno!
El rabbí estaba bendiciendo y abrazando a unos niños y pobres. Estaba cansado pero no perdía la amabilidad. En eso el rabbí comienza a mirar el sicómoro como si buscara a alguien. Zaqueo se puso nervioso. No se imaginaba lo que iría a pasar.
De pronto el rabbí le mira de frente. Zaqueo no sabe qué hacer. La gente comienza también a mirarlo. El rabbí sonríe y le dice delante de todos: «Zaqueo, baja pronto, que hoy voy a comer a tu casa, ¿me entiendes? Ah, y voy con mis amigos, somos unos….25, ¿correcto?»
Zaqueo se trabó. No sabía que decir. Pero reaccionó al momento: Sí rabbí, mi casa está en… Sí, sí, conozco dónde vives, le interrumpió rabbí Jesús. Zaqueo no entendía cómo sabía su nombre y su dirección. El rabbí siguió con el séquito, tenía pendiente unos dos o tres muertos por resucitar y algunas suegras que poner en pie.
El hecho es que Zaqueo hasta ahora no sabe bien cómo bajó del árbol. Lo cierto era que ahora estaba en el suelo con el traje hecho jirones y empolvado. Pero ahora sonreía, ¿desde cuándo no sonreía? Ni él mismo lo sabía. Su trabajo no era para repartir sonrisas ni él era un terrón de azúcar. Pero ahora sonreía y sentía como que le circulaba nuevo aire en los pulmones, ¿se estaba agrandando?
Lo mejor vino cuando por la noche el rabbí llegó a casa, eso era digno de televisarse. Zaqueo había corrido toda la tarde de un lado para otro contratando lo mejor de lo mejor, total a él la plata era lo que le sobraba y ahora recibir a tan ilustre rabbí no era para poca cosa. Además él estaba acostumbrado a quedar siempre bien cuando de banquetes se trataba.
El servicio era de primera, la comida era insuperable, el vino el mejor de la región, ni qué se diga el manto que llevaba Zaqueo, lo tenía guardado para las grandes ocasiones, en verdad nunca lo había usado. Pero los invitados aunque bien vestidos no eran de lo mejor del pueblo. Es que suele ser así: un ladrón tiene amigos ladrones, un mentiroso tiene amigos mentirosos, un hipócrita tiene amigos hipócritas, un adicto tiene amigos adictos. Y Zaqueo no era la excepción a esa triste regla. Sus amigos eran como él: el desecho moral del pueblo, no era la suya una congregación de íntegros o elegidos para una santidad elitista.
Llegó el rabbí Jesús con su gente. Lo primero que sacó de quicio a Zaqueo fue un tremendo abrazo que le dio rabbí Jesús. Tuvo la tentación de emocionarse otra vez, es que desde que tenía uso de razón nadie lo había abrazado así. Rabbí Jesús le preguntó por su trabajo y le dijo que sabía en qué andaba pero que no se preocupara, que le tenía una sorpresa.
Al frente de la casa de Zaqueo, que podría haberse llamado “Villa perdición”, se habían quedado autoexcluidos esa gente que siempre se la da de santos pero que luego no aceptan a los santos: los fariseos. Estaban murmurando: si aquél rabbí fuera un profeta no iría a casa de un pecador ni comería con publicanos y pecadores, ¡¡¡qué escándalo!!! ¡Cómo está la Iglesia, por Dios!
Adentro, rabbí Jesús conversaba animadamente con Zaqueo y sus amigos. Para todos fue una tremenda sorpresa la sencillez del rabbí e incluso su chispa, contaba unos chistes tremendos, buenísimos. Cuando se estaban riendo de la última del fariseo Yiye, Zaqueo tocó la campanilla, era el dueño de casa y quería dirigir la palabra a los presentes. Un par de camareros trajeron disimuladamente un podium de madera para que el jefe fuera visto con mayor claridad. Zaqueo afinó la voz y dijo emocionado: Rabbí Jesús, estoy muy contento de que hayas venido a mi casa. Nunca pensé que esta maravilla sucediera en mi casa. Nos has sonreído a todos los que sólo cosechamos gestos de desprecio. Tú sabes que no somos muy buenos en este barrio pero has venido a comer con nosotros. Mi casa ahora tiene vida y soy inmensamente feliz por este momento que nos regalas...
Los aplausos estallaron. Todo el club aplaudió a rabiar. Rabbí también aplaudía a Zaqueo. Zaqueo agarró viada y prosiguió emocionado: Señor, daré la mitad de mis bienes a los pobres y si a alguien he defraudado le devolveré cuatro veces más.
Todos se miraban unos a otros. Y comenzó a aplaudir el grupo de pordioseros que estaban a la puerta, a ellos pronto se sumaron los apóstoles y los camareros. Uno de los publicanos codeó a un colega y le dijo: Ya ves, yo te dije que Zaqueo estaba loco.
Zaqueo se volvió loco esa noche. Por la tarde se había vuelto niño y ahora loco.
Rabbí Jesús abrazó sonriente a Zaqueo, que no cabía en sí por la alegría de haberlo dado todo. Mandó tocar la orquesta y se armó una fiesta como pocas en el barrio que hasta ahora era de perdición beach. Zaqueo le contó su vida negra a Jesús en dos palabras, rabbí le dijo que él sabía muy bien que lloraba su soledad por las noches, le dijo que eso ya era historia pasada, que ahora se instalaba el reino de la locura y que su casa iba a ser una agencia de ese reino. Cuando la orquesta acabó una pieza musical, el mismo rabbí Jesús se puso en pie y dijo con su voz inconfundible e inigualable, radiante y seguro: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido»
Zaqueo casi se desmaya al escuchar las palabras de rabbí Jesús. ¿Dijo la salvación? Preguntaba a los camareros: ¿salvación? Él sabía poco de catequesis pero dentro de eso poco sabía que decir salvación es lo máximo, es lo que todos quieren aunque no lo quieran admitir o decir. Y ya que miraba a rabbí Jesús con cara de pregunta, éste le dijo: Sí Zaqueo, la salvación ha llegado a esta casa, porque a quien da todo lo que tiene, Dios le da también lo que tiene para dar: salvación. Y prosiguió: ¿Sabes que hoy, Zaqueín, te has arruinado económicamente? Me alegra que te hayas arruinado por la alegría de haberme conocido. Yo también soy generoso, Zaqueo, y lo que tengo te doy: salvación. ¿Qué tal?
Luego de aspirar el frasco de agua de azahar y alcohol, Zaqueo fue convenciéndose de que todo era real. Empezó a bailar como nunca. Nadie sabe cómo acabó la fiesta.
Los asistentes dicen que rabbí Jesús se retiró poco después porque al día siguiente tenía una agenda muy apretada y tenía tres confrontaciones con los fariseos. Zaqueo se fue con ellos luego de librarse de 54 pordioseros que gracias a sus antiguas malas artes él los había dejado en la calle. Les dio todo lo que tenía, le quitaron hasta la túnica, las sandalias, el hombre terminó literalmente arruinado… pero contento. El corazón le bailaba de alegría, rabbí Jesús le había regalado su reino. Besaba a todo aquel que encontraba por la calle, repartió hasta lo último que tenía de dinero. Alguno le gritó: ¡¡¡endemoniado!!! Él se iba feliz cantando y silbando, el reino de la locura había llegado.
Dicen que esa noche Zaqueo durmió en una banca del parque, sonriente.
Rabbí Jesús lo agregó a sus discípulos como un nuevo pobre.
No creció físicamente, pero el corazón se le ensanchó, se le hizo gigante.
Dicen que murió unos años después porque el corazón no le cabía más en el pecho, arruinado y muy contento, testimoniando que si alguien da a Dios todo lo que es y tiene, Dios le da lo mejor que tiene: su amistad y salvación que bien merecen cualquier sacrificio.
Desde entonces algunos locos le invocan así:
San Zaqueo el generoso, ruega por nosotros, para que tengamos un corazón ancho y generoso, como el de Jesús.
Sí, San Zaqueo, ayúdanos a comprender la locura de la generosidad.
Amén.

[1] No he consultado el santoral, pero creo que aún si no está considerado como santo, Jesús lo visitó y declaró salvada su casa, por lo tanto, santificó a Zaqueo y a todos los suyos.