martes, 9 de marzo de 2010

Del orgullo de ser buenos... líbranos, Señor

- ¿Cómo se le ocurre a este muchacho decir esas cosas? ¡A dónde estamos llegando! ¡Qué barbaridad!

- ¡Esto es una falta de respeto! ¡Nadie nos ha tratado así jamás!

- ¡Este tipo está loco! ¿Quién le nombró profeta?

Jesús los miraba muy dolido por su obstinación. Pedro estaba hecho un costal de nervios. Santiago estaba contento de que El Maestro les dijera sus verdades. Juan pensaba que podía haber sido más diplomático al momento de decir las cosas. Tomás se frotaba la cara pensando: "Ya. Otra vez en problemas. Muramos todos de una buena vez".

Todavía resonaban en el ambiente de la sinagoga de Nazaret sus últimas palabras: "¡... más que Naamán, el sirio!"

El Maestro miraba a la asamblea muy serio, les había disparado dos buenos dardos a su orgullo más alto: les había dicho que sus más grandes profetas, Elías y Eliseo, habían tenido preferencia por los paganos y que en definitiva, Dios mismo auxiliaba más a ellos que a sus "elegidos". Les dolió en el alma. Jesús había golpeado y se había traído abajo el motivo mayor de su orgullo nacional. La viuda de Sarepta y Naamán habían demostrado más docilidad a Dios.

Bastó que uno sólo se pusiera en pie y gritara: "¡Ese hombre no merece estar aquí! ¡Saquémoslo ya!" De pronto la muchedumbre que abarrotaba la sinagoga se fue contra él. Los apóstoles trataron de proteger al Maestro, pero la multitud los empujaba vehemente. Hubo golpes, gritos, forcejeos, insultos y así los fueron empujando hasta el borde del acantilado. Todos gritaban furiosos. Jesús los miraba fijamente. ¿Qué se puede hacer ante tanto orgullo y ceguera?

Tomó valor y se abrió paso entre la gente. Los apóstoles le siguieron de inmediato.

No se atrevieron a matarlo, en el fondo sabían que lo que El Maestro les había dicho era verdad, estaba en las Escrituras, pero qué difícil entenderlo y aceptarlo.

...........

Nada más complicado y difícil que la conversión de aquellos que se tienen por buenos.

Porque en la sinagoga estaban los que se consideraban piadosos, como en nuestras iglesias están los que se sienten creyentes auténticos. Jesús se dirigió a ellos para moverlos a pensar y rectificar el camino, pero ellos se sintieron muy ofendidos y dieron paso a la furia. Y pensaron por un momento deshacerse de alguien tan incómodo.

Son, los que se tienen por justos y buenos, los expertos en matar a los profetas.

Jesús se enfrentó a esa furia propia de aquellos que tienen en orgullo de ser buenos. Ellos fueron sus más fuertes adversarios, ellos le acusarán y condenarán.

Porque nada hay tan oscuro y temible como el orgullo que se enquista en el corazón de aquel que por alguna razón se cree "justo" o "bueno". Es aún más temible que el ateísmo del ateo o que el extravío del pecador. Porque cuando algún bueno se hace perfecto a sí mismo se pone incluso por encima del mismo Dios: ya no hay nadie que pueda decirle nada.

Por eso:

Convertirse es dejarse cuestionar, dejarse poner en crisis por La Palabra.

Convertirse es tener el valor de replantear la vida si es preciso cuando Dios así lo pide.

Convertirse es tener el valor de decir: "Me equivoqué tremendamente"

Convertirse es tener el valor de dar paso a lo nuevo y no verlo de inmediato como sospechoso y aniquilarlo sin conocerlo.

Convertirse es abrirse de corazón a lo nuevo de Dios y renunciar a tener como principio vital aquello de: "Más vale malo conocido que bueno por conocer".

Convertirse es renunciar a las seguridades para ir en pos de la aventura divina de Jesucristo.

Porque Dios, generalmente, viene como ese chiquillo, ese muchacho, ese maestro joven y fastidioso que nos dice cosas que no nos gustan.

Porque es signo más que evidente de la presencia de Dios cuando la misma Palabra se vuelve en contra de nosotros mismos y no nos da la razón.

Por todo ello: "Del orgullo de ser buenos... líbranos, Señor"