jueves, 23 de julio de 2015

Un Jesucristo sin cruz



Desde que hace dos mil años Jesucristo fue voluntariamente a la Cruz y aceptó morir en ella por salvarnos, la Cruz se ha convertido no sólo en signo de salvación sino también en motivo de escándalo para muchos.  El escándalo de la Cruz con un Crucificado sangrante y con el cuerpo destrozado sigue vigente.

Recuerdo cuando, hace varios años, al entrar en un templo parroquial me hizo una fuerte impresión ver en lo alto y al centro del presbiterio una gran imagen de Cristo pero sin Cruz.  Era un Resucitado.   Ciertamente, los cristianos y católicos creemos que Jesucristo resucitó, sin embargo creo que hoy en día lo más ‘profético’ es el Crucificado.  La Cruz con un Crucificado es un grito muy fuerte para nuestro mundo actual.  La imagen de un Crucificado es mucho más cuestionadora que la de un Resucitado.

Inversamente, hace unas semanas una comunidad católica me invitó a darles una enseñanza de fe.  Llegué con un poco de anticipación y entré en la Capilla.  Y tuve otra vez una fuerte impresión, pero ahora al contemplar que la imagen que presidía el lugar de oración era una gran Cruz… pero sin Jesucristo.  Tenía yo la viva impresión de que esa gran Cruz estaba vacía, incompleta.  Una cruz impersonal es una cruz que no transmite el mensaje completo, la Verdad completa.

Pero el motivo de este artículo no es el de redundar en un comentario de tipo estético o simbólico.  Mi interés está en reflexionar en lo que, al final, es un riesgo constante en los que nos llamamos creyentes: El desconfigurar la verdadera fe cristiana y católica y acabar creyendo y siguiendo a un Cristo sin Cruz o una Cruz sin Cristo.

Ciertamente, cuando somos jóvenes y vivimos una experiencia de conversión a Dios se nos hace cercano y entrañable un Jesucristo Resucitado, vencedor, sonriente, glorioso.  Nos llena el corazón el dar la vida por un Cristo que vence fácilmente, que es simpático, que es un arrasador de corazones, el que congrega multitudes, el que toca la guitarra y que, como héroe divino, no puede sufrir ni perder jamás.  Nos llena el alma un Cristo así y todo ello nos provoca en el corazón un burbujeo incontenible.  Y así, chicos y chicas afirman que el corazón se les derrite frente a toda esa emoción que viven.  Yo respeto esas experiencias.  Pero a la vez pienso que todo ello es parte de la primera etapa del seguimiento del Señor.  Creo que todo aquel que en su juventud se encontró con Jesucristo ha vivido esa efervescencia en mayor o en menor medida. 

Pero ahí no acaba todo.  A todo aquel que quiere “ir más allá”, el Señor poco a poco le muestra un camino misterioso, reservado para quien quiere madurar en su entrega.  No todos dan con él.  Es más, son pocos los que atinan a dar con esta ‘segunda etapa’ del camino de fe.  Porque se trata de la etapa más ‘costosa’ del seguimiento. Es el encuentro y la asimilación del Crucificado en la vida concreta. Es la etapa de la madurez.   La emoción y el burbujeo ya no están muchas veces, el Cristo no es sonriente y la multitud se convierte en un reducido grupo, el victorioso ahora es el vencido, el aclamado de antaño es ahora el perdedor del Calvario.  Y aquel Jesucristo de la Pasión, otrora simpático rompedor de corazones, ahora es el desfigurado ante quien se vuelve la mirada porque causa repulsa Su rostro desfigurado y sufriente.

Y aquel misterioso Crucificado invita a sus seguidores a ser también con Él pequeños crucificados.  Y esa es la idea que no gusta a quien sólo quiere encontrar en la fe “lo rico”, “lo calientito” de creer.  La cruz –y el Crucificado en ella- son un aguijón que incomoda nuestro aburguesamiento, hincan, punzan nuestra ansia natural de placer.  Frente al Crucificado aquel “me derrito por Ti” se convierte en “estoy dispuesto a morir por Ti, Señor”.  Allí el verso romántico y el suspiro repentino se convierten en bromas de mal gusto.  La cruz pide respuestas sinceras y radicales: perder la vida, dar hasta que duela, morir a uno mismo.  Allí, ante la cruz y el Crucificado se demuestra cómo es que nuestro amor y nuestra fe han pasado del “burbujeo interior” a dar la vida hasta que duela, hasta que el corazón sangre por obedecer, por ser humilde, por no buscar su propio interés, por negarse concretamente a sí mismo. 

Y no pocas veces he sentido yo una profunda tristeza cuando me he dado cuenta que para esta “segunda etapa” del seguimiento de Jesucristo se presentan tan pocos –pero tan pocos- candidatos.  Y se me parte el alma al pensar que entre tantos miles y miles de almas cristianas y católicas, incluso entre los comprometidos con La Iglesia, existan tan pocas, tan dramáticamente pocas, que quieran vivir el amor a Jesucristo no sólo a nivel de bonitas emociones sino que se atrevan a pasar a los hechos concretos de sacrificio, holocausto y entrega generosa.  Por eso es lógico que prefiramos mayormente vivir lejos del Crucificado o que lo bajemos de la Cruz para que no escandalice nuestra mundanidad terca y sordomuda.  Porque un Crucificado siempre denuncia, un Cristo que muere en Cruz siempre es profético, golpea, inquieta, cuestiona.

Y créanme que varias veces me he sentido desconcertado cuando he advertido ciertos discernimientos espirituales en los que ha salido ganando la comodidad, el orgullo, el afán por una vida tranquila, el rechazo por todo lo que cuestione la mediocridad o el apego a uno mismo.  Y pienso que en el fondo es el rechazo disimulado de la Cruz y del Crucificado en ella.  Por eso existen tantos cristianos mundanos, incluidos también sacerdotes, religiosos y religiosas mundanos –tal como lo viene predicando el Santo Padre Francisco-.

Y pienso ahora en los que son llamados a vivir de modo singular el misterio de la Crucifixión: los cristianos llamados a ser consagrados a Dios en exclusiva.  Creo que hoy en día las vocaciones a una especial consagración no escasean sino que son escasos los corazones en verdad generosos, disponibles a jugarse la vida por un amor grande.  Y es verdad, hoy como ayer, lo que gritaba San Francisco, el pobrecillo de Asís: “¡El Amor no es amado!  ¡El Amor no es amado!”

¿Será posible que hoy en día las personas sólo son capaces de amar un poquito y sólo por un cierto tiempo?  ¿Será que el ser humano actual está configurado no ya para amores grandes y perpetuos sino solo para amores medianitos que no piden mayores sacrificios?  ¿Será que los varones y mujeres actuales –jóvenes y adultos-, todos han nacido con el corazón atrofiado para amar, incapaces de aceptar y vivir a un Cristo Crucificado?  ¿Habremos de admitir que hoy en día el amor a las riquezas, al prestigio, al “nombre”, a los placeres del mundo, a “ser alguien”, el amor a sí mismo ya no permiten la entrega generosa al seguimiento real de un Crucificado?  ¿Nos atreveremos entonces a borrar de las páginas del Evangelio todo aquello que huela a Cruz, a sufrimiento redentor, a negación de sí mismo, a obediencia real, a castidad, a pobreza y desprendimiento reales, a desapego del yo para sólo quedarnos con el “dulce Jesús” que a lo sumo provoca un suspirito peregrino y un “me derrito” que luego no compromete a nada, ni redime nada, ni santifica nada?

Seguramente ya no soy joven.  Por eso hoy me emociona más un Crucificado, le siento cercano, sé que me entiende mejor, sé que le entiendo mejor.  Y me siento bien a Sus pies.  No tengo miedo de perder ni la vida, ni el prestigio, ni mis afectos, ni mis cosas, ni mi “buen nombre”, nada.  Ya no me llama la atención el llegar a “ser alguien” de cara al mundo o en la propia Iglesia.  Estoy dispuesto a todo, a perderlo todo, también a perder la popularidad y la buena fama.  Ya no me interesa todo ello.  Me siento libre frente a un Crucificado y quisiera morir libre, como Él.  Sé que aún me falta mucho trecho por caminar y que en el alma llevo más sueños e ideales que realizaciones concretas y proezas.  Me enamora Su Cruz.  Por eso no me cae bien una Cruz sin Cristo.  Y no es que no crea en el Resucitado, ¡por favor!, pero me resulta más entrañable –y también más retador- un Crucificado.  Sí.  Posiblemente me estoy envejeciendo.  Pues lo que acabo de escribir se lo oí decir tantas veces a varios religiosos ancianos y yo –de veinte años- nunca les entendía.  Ahora lo entiendo bien y eso me llena de paz.

Y pienso también en mi pequeña Comunidad.  Está claro que nosotros no estamos en competencia con nadie ni a nadie le queremos quitar nada, queremos vivir al Crucificado según lo pide la Reina de la Paz.  No sé si a mí me toque ver los “frutos” de lo que por estos años vamos sembrando, ni sé si los “frutos” serán abundantes.  Sólo sé que vamos caminando en pos de un Crucificado y que amarle es ya una gracia inmensa.  Yo deseo esta misma gracia a todos los que han sido llamados a seguirle en Cruz.