lunes, 24 de septiembre de 2007

Entre bostezo y bostezo (2º parte)

Un paso más.
Nuestros piadosos bostezos (descarados o contenidos) me han hecho pensar -por contraste- en aquellos creyentes ilusionados. Repito: creyentes ilusionados. Yo no sé si los que me leen hayan tenido la gracia de conocer creyentes ilusionados. Utilizo la palabra "ilusionados" porque se me hace la más gráfica para ilustrar ese estado maravilloso en el que los ojos brillan, la mente está bien alerta y contenta, y la paz y la sorpresa pueblan el corazón. Yo personalmente debo dar gracias a Dios porque Él ha puesto en mi camino varias de esas personas ilusionadas por Jesucristo y su Reino.
Sospecho que la ilusión por Jesucristo (perfecta combinación de gozo, verdad, alegría, paz, sinceridad, espontaneidad, esperanza, optimismo, fortaleza, etc.) es todo lo más contrario al bostezo piadoso. De acuerdo, cada quien es libre y también los creyentes bostezantes merecen respeto. Pero me parece que nos hacen más falta esos creyentes ilusionados. ¿Dónde están? Pues, será cuestión de tener los ojos bien abiertos para identificarlos muy cerca de nosotros.
Lógicamente, en este contraste entre bostezantes piadosos y creyentes ilusionados salen mal parados los primeros, como que quedan en ridículo. Y no es justo que una mayoría pueda quedar en ridículo, es mejor que esos bostezantes se conviertan poco a poco en ilusionados por Jesucristo.
Confieso que a mí me importa y me preocupa el hecho de que hasta cierto punto nos hayamos acostumbrado a concebir la fe católica como el receptáculo del aburrimiento y de la formalidad llevada por la paz, porque en fin, porque no queda otra salida.
Me permito aclarar un poco: como quien preside la celebración eucarística dominical me toca observar las distintas asambleas, me doy un tiempo para ver a los fieles, para tratar de averiguar qué les motiva y si les motiva la fe que están celebrando. Queda claro que no soy psicólogo profesional pero me parece interesante estudiar los gestos faciales cuando se escucha la Palabra de Dios, por ejemplo. Las más de las veces puedo percibir poco interés por escucharla realmente. Claro, también tenemos el problema de que por ahí salen a hacer las lecturas precisamente los que no saben leer para los demás, los que no les interesa comunicar sino sólo cumplir.
Varias veces me ha dado cierto temor algunas asambleas de fieles demasiado serios. No me considero un real experto en cuestiones litúrgico-celebrativas pero con lo poco que sé del tema, me esfuerzo para que las celebraciones que me toca presidir sean muy sentidas a la vez que vívidas, con un rasgo inocultable de alegría y sencillez. Y digo que he sentido cierto temor de aquellas asambleas demasiado serias porque me parece que han olvidado el aspecto celebrativo de la fe.
La fe es fiesta. Ciertamente la fiesta cristiana no es igual a una fiesta pagana o profana. La fiesta de la fe tiene una alegría mucho más profunda y verdadera.
Definitivamente, si descubrimos personalmente que la fe es fiesta, que Dios es alegría infinita, que Jesucristo es portador de esperanza, eliminaremos de una vez por todas nuestros bostezos o aburrimientos piadosos.
La clave es la fe viva, una fe que dé para vivir, una fe que nos mueva, que no nos permita ser pasivos, que nos obligue a caminar y actuar, esa fe nunca es aburrida. Que El Señor nos conceda un encuentro con Jesucristo vivo para ya no bostezar ante las cosas más hermosas de la vida.

martes, 18 de septiembre de 2007

Entre bostezo y bostezo (1º parte)

Hace varios años, José Luis Martín Descalzo escribió un artículo que tituló sabiamente "La cruz y el bostezo" el cual leí no sólo con atención sino con emoción. No pretendo copiarlo ahora sino sólo desarrollar una intuición que él, inolvidable escritor católico, compartía en aquel entonces.

Primera escena:
Un templo católico en día domingo, abarrotado de gente (por lo menos eso pasa en latinoamérica), chicos y grandes llegan y buscan un sitio, se santiguan y se ubican.

Segunda escena:
Sale el presbítero y sus ministros de altar para comenzar la Eucaristía, se canta y comienzan los ritos como de costumbre.

Tercera escena:
Los fieles sentados. Muchos de ellos que entraron riéndose ahora están con rostro impasible. Otros están con la mirada perdida. Otros tienen los ojos casi en blanco. Las tres señoras de al fondo se ponen la mano sobre la boca para que no se les vea las amígdalas al bostezar. Aquel señor de traje y corbata "plantó el pico", está dormido. Esa familia que está casi adelante en pleno tiene a tres de sus miembros con los ojos en blanco... por el sueño.
Cuarta escena: La misa ha terminado. El que sale primero gana. Otra vez las risas y los deseos locos de alejarse lo más pronto posible de un lugar que inspira... aburrimiento y bostezo. Qué bueno que el padre de turno sólo demoró treinta minutos (treinta insufribles minutos... piensa el señor de traje y corbata).

¿Es un templo imaginario?
Pues yo digo sí, cada quien verá.
Sí, es verdad. Yo mismo -siendo sacerdote- he escuchado homilías y sermones que realmente me han causado repulsa y también he observado cómo algunos de mis colegas celebran la misa sin el más mínimo brillo ni entusiasmo por las cosas de Dios. Sí, yo he experimentado la sensación de querer salir corriendo de algunas concelebraciones que si no fuera por el ex ópere operato diría que no valían para nada o que a lo mucho valían para quitar la fe.
Pero no es ahora el momento de tirar piedras a mis hermanos que presiden la celebración eucarística, no pretendo aquello.
Mi pregunta es mucho más amplia y quizá atrevida y es ésta: ¿Por qué la fe, la práctica religiosa, nos produce muchas veces esa especie de piadoso aburrimiento? ¿por qué no son pocas las personas que ya vienen como programadas -mentalmente- para aburrirse en la misa? ¿Por qué debemos poner los gestos -y no sólo los gestos- de aburrimiento cada vez que se tocan los temas de fe?
En mi condición de presidente de la celebración eucarística en especial los domingos he podido observar cómo hay gente que entrando en el templo se prepara a no entender nada y a no escuchar nada, esos que se acurrucan en las bancas para realizar el precepto del descanso dominical... en misa.
El P. Martín Descalzo consideraba, en el artículo mencionado, la escena aquella en la que Jesús moría en la cruz mientras que a sólo unos metros de él habían cuatro soldados jugando a los dados para matar el aburimiento. Uno que moría salvando a todo el mundo y a sus pies nomás cuatro hombres aburridos sin comprender ni saber nada. La cruz y el bostezo tan cerca, tan cerca.
Yo sospecho que algo parecido nos suele pasar a los creyentes, fieles y sacerdotes, seglares y religiosos, cumplidores y lejanos, piadosos y "modernos". Estamos a sólo unos metros del misterio más grande -los presbíteros lo tenemos entre manos- pero no nos damos cuenta, bostezamos aburridos, nos son necesarios los innumerables dados que nos hemos inventado para tener un poco de alegría (cada uno puede enumerar esos "dados modernos").
Yo sé que más de uno podrá pretextar que el padrecito de su parroquia es muy aburrido, que no predica bien, que no tiene conocimiento de la liturgia, que no sabe expresarse, que no se le entiende, que ya está muy viejito, que está muy apurado siempre, que es muy elevado en sus explicaciones, y un largo etcétera. Siempre habrá algún defecto en el sacerdote de turno. Pero sospecho que las más de las veces esas razones son sólo excusas, que en verdad no se cree o en el mejor de los casos se cree poco en Jesucristo.
Me permito contar algo de mis tiempos de estudios teológicos. Teníamos un profesor de teología que era una real eminencia en la materia, tenía varios títulos académicos, extranjero, cultísimo como él sólo. Confieso que sus clases se me hacían insufribles como insufribles son -dicen- los martirios chinos. Por más que trataba no podía seguir bien la hilación de sus discursos, sentía que mi cabeza se hacía un nudo y no podía. Las más tristes veces me quedaba medio dormido (ayyy vergüenza mía). Pero en general me ponía a pensar en otras cosas, hasta hacía mi oración. El tono de voz de nuestro profesor era casi siempre lineal, no tenía buen desempeño como orador, su método era muy simple: hablar y hablar y hablar. A tal punto llegó el hecho que se fue forjando en mí una predisposición a no entender, a no querer entender. Cierto día luego de una clase insufrible con dos largas horas que parecían no acabar nunca -con ganas de desahogar mi frustración- le pregunto a una religiosa: ¿qué le pareció la clase? Y cuando me imaginaba un drama igual que el mío me dijo con tremenda alegría: «¡Excelente! ¡Me ha gustado la clase! ¡La he entendido de principio a fin!». Demás está decir que quedé igual que el Líbano luego de un bombardeo israelí. Pasaron los días y con las pocas neuronas lúcidas que tenía me puse a observar cómo hacía esta religiosa para seguir la clase, allí me dí cuenta lo que significa tener INTERÉS por algo, lo que significa mostrar ATENCIÓN a lo que se nos muestra, lo que significa capacidad de búsqueda de la verdad. Aprendí mucho. Las clases se me convirtieron primero en combate, en lucha, luego en búsqueda y finalmente en gusto por conocer y saborear la verdad.
Yo he pensado muchas veces que alguien nos ha metido en la cabeza como un dispositivo, una predisposición a no querer entender las cosas de la fe, una predisposición al aburrimiento cuando se trata de Dios, una especie de "resignación" (qué palabra más horrible, incluso usada en ambientes piadosos) ante algo que si bien no nos alegra "de algo nos servirá". La fe no es aburrimiento piadoso.
Estamos medio dormidos a la verdad. No nos interesa demasiado. Tenemos muchas cosas más importantes y más urgentes en las cuales pensar, por las cuales luchar, de las cuales vivir, al fin y al cabo "una cosa es la fe y otra cosa muy distinta es la vida práctica, no?" Y es así que Dios sigue con ese mote que le hemos puesto -infames- a sus espaldas: ABURRIDO. Y por eso no le aguantamos cinco minutos más, por eso no aguantamos ningún precepto más, por eso consideramos una ofensa inmensa una celebración extensa de la fe. Por eso seguimos bostezando ante el misterio, ante la vida. Por eso a dos metros de nosotros está la felicidad pero no, no la vemos, preferimos seguir bostezando tranquilos -prudentes- evitando todo aquello que turbe nuestra paz... que yo llamo aburrimiento.
¿Podremos despertar?
¿Tendremos el valor de hacerlo?
¿Entenderemos que Dios es alegría de manantial?

lunes, 10 de septiembre de 2007

«El realismo de la fe católica»

Ante el peligro o la moda actual de establecer una fe basada en sentimientos o en puras emociones sin base doctrinal ni sacramental (entiéndase: ante el avance de la ideología propia de los católicos light), me parece conveniente que reflexionemos un poco sobre el realismo y la objetividad de nuestra fe católica, según el querer de Jesucristo
Muchas personas que se definen católicas viven en la práctica una fe desarraigada del patrimonio más auténticamente católico. Cotidianamente me encuentro con personas que con gran paz de corazón me dicen, por ejemplo, que lo necesario es creer en Dios y nada más. Fácilmente se acaba pensando y viviendo la fe de este modo: “Cristo sí, Iglesia no” es decir: “Yo creo en Cristo pero no en La Iglesia” “Lo importante es creer en Jesús, el resto no interesa”. Posiblemente muchas de estas personas desconocen, por ejemplo, que hace quince siglos atrás (y once siglos antes de Lutero) San Agustín había escrito y repetido que Jesucristo y La Iglesia son uno sólo y que no hay separación alguna entre uno y otro porque ambos conforman el Cristo total[i].
Son numerosas las personas que aseguran que son creyentes porque “sienten” a Dios en su “corazón”. Pero cuando interrogo a estas personas si acuden a los sacramentos, si reciben la eucaristía, si se confiesan, si se han confirmado, casi siempre me dicen que no, que no van a misa, que no se confiesan, que no se han confirmado. Pero están muy seguras de que “Dios está conmigo”. Todavía más, me ha ocurrido alguna vez que encontrándome con alguna persona que está en una situación de visible pecado mortal me ha dicho que “siente” a Dios en su corazón y por ello se siente muy feliz y agradecido con Dios. Varias veces he concluido que es una gran verdad el hecho de que también el Demonio se viste de ángel de luz para engañar a los elegidos de Dios y les hace creer que tienen a Dios cuando en realidad están en pecado mortal y ni siquiera piensan en odiar su pecado y dejarlo.
Una fe que no “aterriza” en los sacramentos es un engaño, un autoengaño. Lamentablemente estamos metidos en ambientes en los que casi siempre estamos con aquello de “sentir a Dios” aunque luego nunca o casi nunca le recibamos en La Eucaristía, aunque nunca o casi nunca nos confesemos de nuestros pecados ante un sacerdote. Parece que la medida de la fe sea el sentimiento (¡!).
Dios nos envió a Su Hijo y él nos dejó los sacramentos como vida para La Iglesia hasta que venga en el último día. Lo que no entra en esta lógica divina no es fe católica. A veces pareciera que nos estamos aventurando a protestantizar nuestra fe cayendo en el subjetivismo de creernos salvados sólo por sentir o por emocionarnos dejando al final la corriente de la gracia desconectada de nuestras vidas. Cuando a la fe católica se la vacía de la vida de gracia, entonces se la convierte en protestantismo… Y no nos salvan las emociones ni las lágrimas, ni las “campañas de sanación y explosión de milagros” sino la gracia de Cristo que se comunica por medio de los sacramentos de La Iglesia. Si nuestra fe no llega a La Eucaristía no es nada que valga realmente la pena. Los creyentes que llegan a amar La Eucaristía, que la reciben de corazón limpio, que la adoran humilde y silenciosamente, esos creyentes creen y obran según el querer de Jesucristo. Por algo será que el santo padre Juan Pablo II convocó para toda la Iglesia al año eucarístico entre octubre del 2004 y octubre del 2005.
Los que pretenden ser cristianos y católicos sin beber de la gracia de Cristo por los sacramentos viven una situación similar a la del motor de automóvil que quiere funcionar sin combustible. Para decirlo más bíblicamente: existen no pocos cristianos y católicos que pretenden hacer lo que Jesucristo había advertido: sarmientos que pretenden vivir y florecer sin estar unidos a la vid[ii]… ¡Y se les ve tan contentos y llenos de “vida”! Lamentablemente estos “casos increíbles” son muy numerosos.
Es fácil vivir una fe muy subjetiva. Fácilmente y sin ninguna fundamentación bíblica ni doctrinal se afirma creer en Jesucristo pero disociándolo de los sacramentos y de la vida de gracia. Las que podemos llamar “religiones del corazón” tienen muchos adeptos. Pululan en nuestro medio muchos “pastores” y “siervos de Dios” que difunden una pretendida aceptación de Jesucristo “en el corazón” pero sin ninguna relación con la Palabra de Jesús: «Yo soy el pan de vida (…) quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna (…) quien no come la carne del Hijo del hombre y no bebe su sangre, no tiene vida en él»[iii]
Cuando no valoramos ni recibimos La Eucaristía estamos pretendiendo nadar en el aire o volar sin alas.
La Eucaristía es la vida de La Iglesia y fuera de ella y al margen de ella todo vale poco o nada. Si nuestro compromiso apostólico y pastoral no parte y finaliza en La Eucaristía somos unos infelices trabajadores de un reino que no disfrutamos y del cual en realidad no conocemos su verdadero valor.
Si aquel Jesucristo del cual hablamos en nuestras charlas y testimonios no es para nosotros el mismo que está en La Eucaristía, entonces es un engaño. Y si nosotros no tenemos el valor y la honradez de reconocerle y adorarle silenciosamente en Su Presencia eucarística, entonces somos unos palabreadores y nuestras predicaciones y nuestra conversación es ideológica y no tiene ningún valor apostólico. Si pretendemos servir y amar a un Jesucristo que luego no lo vamos a buscar y encontrar en La Eucaristía entonces nos convertimos en charlatanes y nos hemos inventado un Cristo a nuestra medida y según nuestro capricho egoísta (Si al Jesucristo al cual dices conocer no lo encuentras ni le hablas en Su Presencia eucarística, entonces eres un mentiroso porque predicas una fe hueca, una ilusión, una ideología panfletaria, una consigna obtusa e infeliz que no salva ni da vida eterna sino que se ha convertido en un barato calmante que no cura pero que te hace olvidar tu mal de fondo: tu pecado).
Por otro lado, existen no pocos católicos que se han inventado un dogma (creen tener un cierto tipo de infalibilidad… ¡¿Cómo?!). El dogma que ellos creen sin cuestionarse en lo más mínimo es éste: “Yo no tengo por qué confesarme con un sacerdote. Yo me confieso ante Dios. Para eso están las imágenes, las cruces, etc.” Esa es una muestra más de lo que decíamos antes, ese extraño fenómeno de la protestantización de la fe católica que no pocos católicos llevan adelante en sus vidas. Habría que preguntarles a ellos y ellas: ¿Quién sostiene eso en la Biblia? ¿Con qué autoridad se creen eso? Es la tentación se hacer subjetiva, particular y configurable la real, sólida y firme fe católica de siempre.
No se puede servir a Dios y al pecado, no se puede juntar en un mismo corazón cielo e infierno aunque algún cantante diga lo contrario. Dios no está dispuesto a hacerse cómplice de nuestras vidas dobles y de nuestra moral oscura. Jesucristo quiso desde el principio que La Iglesia tuviese el poder de atar y desatar los pecados[iv] y aún cuando en su propio corazón el pecador se haya arrepentido y Dios posiblemente le haya perdonado, ese mismo Dios ha querido que todo pecador se acercase al tribunal del sacramento de la reconciliación, administrado por un sacerdote, y sólo así hallar gracia divina, no por el sentimiento ni etéreamente. Esto es parte de la meridiana objetividad de nuestra fe católica.
Si nuestro compromiso apostólico o pastoral no se nutre de los sacramentos recibidos con pureza de corazón entonces no sirve de nada, ya lo decía Jesús: «…Porque separados de mí no podéis hacer nada»[v]
Los católicos comprometidos en tareas apostólicas debemos hacer todo lo posible por marcar la diferencia con relación al mundo que nos rodea, que no tiene el pensamiento de Jesucristo, recordemos bien sus palabras: «Porque les digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los Cielos»[vi]
Sólo con los sacramentos bien recibidos y con nuestro cotidiano esfuerzo por vivir al revés en un mundo terco y voluble, podremos dar fruto para la mayor gloria de Dios, porque: «La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos… Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado»[vii]

[i] Cf. Tractatus in Johannem, 21,8; Comentario al Salmo 62; Sermo 72/A,7
[ii] Cf. Jn 15, 1-17
[iii] Cf. Jn 6, 53
[iv] Cf. Mt 16, 19
[v] Jn 15, 5
[vi] Mt 5, 20
[vii] Jn 15, 8.11

domingo, 2 de septiembre de 2007

«Un grito desde la sacristía»

Si algun amable lector piensa que por lo que a continuación escribo estoy desatando un debate y discusión amplios, está en lo cierto. Espero que pueda ser así, aunque en una sociedad pretendidamente "pluralista" como la nuestra cada vez hay menos lugar para los auténticos debates, esos que mueven a pensar de verdad.

Hoy escribo desde la sacristía, porque ese es el lugar donde me han puesto ya un montón de políticos, empresarios, "hombres de mundo", artistas, "intelectuales" y demás gente que hace un buen tiempo, hace siglos, sostiene sin más razonamiento que La Iglesia (entiéndase: obispos, sacerdotes, religiosos) sólo debe dedicarse a hablar sobre asuntos religiosos, y entre estos asuntos religiosos deberá escoger los menos comprometedores y más irrelevantes: el incienso, el color de las velas, los trajes, los cánticos sagrados, los carbones litúrgicos...
Como simple sacerdote, sin mayores pretensiones, les escribo desde la sacristía, lugar que para muchos modernos deberá ser el lugar natural de un sacerdote como yo, pero me resisto a hablar sobre las velas y el incienso, tampoco me gusta hacer el panegírico de los santos (gracias a Dios nunca lo he hecho).
Pienso que si Jesús habló de los pescadores y su trabajo, si se refirió al trabajo de los cambistas y cobradores de impuestos, si conocía bien cómo se amasa la harina, si sabía cómo pasan el día los que no tienen empleo, si observaba lo contento que se pone un hombre que ha encontrado la oveja perdida, si sabía como se cultivan los campos y observaba muy bien cómo crece la cizaña entre el trigo, en suma, si Jesús hablaba de las cosas de los hombres y les daba sabor divino, si las observaba, las juzgaba y las medía según el ojo de Dios, si Él no desconocía este mundo y lo usaba para elevar a Dios a sus oyentes, entonces los que le prediquen, los que prediquen su evangelio hoy, deberán hablar de este mundo y juzgarlo según Dios, según «reglas divinas», que eso es lo que se quiere en los servidores de Dios.
Sin embargo existe no poca gente a la cual le incomoda mucho que los religiosos nos refiramos a las cosas de los hombres. Cada cierto tiempo sale a declarar en los medios algún presidente o algún funcionario público para decir de distintas maneras que 'la Iglesia no debe meterse en estos asuntos', refiriéndose a la vida política, moral, económica de nuestros países. Pero no sólo están ellos, están también no pocas personas que afirman ser muy creyentes pero que 'no están de acuerdo' con que La Iglesia hable de tal o cual forma.
No soy profeta ni hijo de profetas, pero hace un tiempo me sorprendió el hecho de que un domingo después de predicar en un templo parroquial descubrí un grupo de personas que estaban discutiendo sobre la homilía que yo había pronunciado. Yo había sido muy enfático sobre la cuestión de la justicia social y entre los oyentes habían acérrimos devotos de la economía de mercado radical -muy católicos- y eran ellos los que estaban muy molestos con mis palabras. Indudablemente choqué con sus intereses y con su vida burguesa. Y lógicamente como principio blandían aquello de que "La Iglesia no debe meterse en esos asuntos, eso no le compete", "eso es hacer política", etc.
Yo estoy completamente seguro de que si Jesús se subiría hoy a los púlpitos (más imaginarios que reales) de nuestras iglesias trataría de todos esos temas que a muchos incomodan, o porque no suenan tan piadosos, o porque chocan con sus intereses económicos, políticos o carnales o todo eso junto.
Sé también que pueden haber sacerdotes que prefieren el silencio sobre los asuntos que de verdad son urgentes y que seguro han optado por callar para "no meterse en problemas", sé que pueden existir estos heraldos callados. San Agustín diría que son «perros mudos» que no ladran cuando ven venir al lobo y dejan que haga estrago en el rebaño. Frente a ellos yo escojo gritar (tendría que escribir: ladrar).
Y por eso hoy lanzo el grito (o el ladrido) desde la sacristía, donde el mundo moderno quiere que vivan los religiosos, pero no es un grito para decir qué rico huele el incienso sino para decir que aunque nos quieran encerrar con la tonta etiqueta "cuestión religiosa" -es decir: cuestión sin importancia, cuestión accesoria- siempre habrá alguien que diga las cosas como deben ser dichas y aunque le acusen de "hacer política" sabrá que es fiel al evangelio de Jesús.
La Iglesia (que es la familia de todos los bautizados) no sólo puede sino que DEBE pronunciarse sobre los asuntos de los hombres (todoslos asuntos de los hombres...) porque a Dios le interesan TODOS los asuntos de los hombres, pues son sus hijos... y no sólo lo son cuando rezan sino cuando viven y se meten en los negocios humanos.