Me pregunto si en
verdad existirá el “derecho a equivocarse”.
Ya voy escuchando la apología de semejante “derecho” varias veces. Lo primero que se me ocurre pensar es que
todo ser humano, cualquier ser humano, puede equivocarse. Pienso que todos nos equivocamos
diariamente. Y también pienso que una
equivocación es la resultante de haber buscado la Verdad en el lugar
incorrecto. Y el que se equivoca, el que
se da cuenta de su error, cuando se le abren los ojos reconoce su error y está
dispuesto a enmendar. La Verdad siempre
libera.
Sin embargo, me da la
impresión de que hoy en día varias personas arguyen su “derecho a equivocarse”
para justificar su testarudez o su contumacia.
No puedo yo, si soy honesto, sostener semejante “derecho” cuando ya me
dí cuenta de mi error –o cuando me lo han hecho ver-. Si invoco ese extraño derecho quizá sea
porque en el fondo se reconoce el error pero no se quiere salir de él. De ahí se pasa fácilmente a exigir otro
derecho: “derecho a permanecer en el error”.
Lo más meridianamente
razonable es que el ser humano una vez que reconoce su error renuncie a él y se
adhiera a la Verdad, renunciando a su error antiguo. Porque el ser humano fue creado para buscar
la Verdad –y no el error- y está llamado por su propia naturaleza a adherirse a
la Verdad una vez que la ha conocido o que se la han hecho conocer. Quien persevera en el error luego de darse
cuenta de ir por el camino equivocado, esa persona se pervierte, se
denigra. Y si yo termino amando mi
error, me degrado como persona. Amar el
error es estar en pecado y es un modo muy concreto de autodestruirse. No existe pues tal derecho a equivocarse. Sólo existe el derecho de conocer la
Verdad. Invocar un derecho es exigir una
cosa buena para el ser humano, que le hace mejor y más feliz; por ello todo
derecho apunta a algo que es bueno, verdadero, justo y noble. No se puede, pues, invocar el derecho de algo
que no sólo es malo sino que atenta contra el mismo ser humano. Porque el error siempre es un atentado contra
la dignidad humana, nunca será bueno, ni justo, ni noble.
Quizá en el fondo de
ese reclamo absurdo lo único que haya sea una actitud terca y necia para querer
hacer prevalecer la propia voluntad por encima de la Voluntad de Dios. Quizá sea un desgraciado capricho proveniente
de un yo soberbio que sólo tiene ganas de reconocer sus propios derechos pero
no los de los demás, menos todavía el derecho de Dios. Debe ser de un origen tan maligno ese pretendido
“derecho” que a lo único que lleva es a la infelicidad y a la negación de la
propia alma.
Definitivamente yo
opto por el derecho de reconocer el propio error y por el deber humano de
seguir La Verdad. Y para reconocer La
Verdad y seguirla es necesario ejercitarse en la abnegación de sí mismo, en la
capacidad de renuncia al propio yo y al orgullo malsano que siempre deja
soledad y vacío.
Por algo será que
Jesucristo –Camino, Verdad y Vida- nos advirtió con claridad: “Quien quiera
seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.
Concédenos, Señor, amor por La Verdad y aversión por el
error. Amén.