domingo, 23 de agosto de 2009

Complejos católicos

La única fe verdadera es la Fe en Jesucristo, presente en La Iglesia Católica.
(así, como suena)

Sé que escribir lo que acabo de escribir es exponerme a ser considerado como intolerante, poco dialogante, poco abierto de mente, estrecho de miras, oscurantista, etc. Sin embargo creo que lo escrito es una simple consecuencia lógica de nuestra aceptación del misterio de Jesucristo.

Sin embargo, hoy por hoy somos los católicos precisamente los que nos hemos empecinado en pensar y afirmar que no somos "los únicos" depositarios de la fe verdadera. Resulta algo muy curioso constatar que mientras que los creyentes de otras religiones defienden su fe a "capa y espada", los católicos somos los únicos en el campo religioso que afirmamos -con paz de corazón- que "no tenemos toda la verdad" (Léase: "No somos la única Iglesia fundada por Cristo", "No poseemos todos los medios de salvación", y en definitiva: "Jesucristo no es el único salvador de mundo").


El P. Manaranche, S.J., hace varios años escribió un muy enjundioso libro titulado "Querer y formar sacerdotes" en el que dedica la primera parte a una reflexión bastante profunda sobre las bases de la fe cristiana. En una de sus páginas el autor, refiriéndose al relativismo teológico y religioso que respiramos hoy, afirma que los católicos tenemos, en el mercado religioso, una actitud muy parecida a la de un individuo que, sentado en lo alto en la rama de un árbol, ha sacado un serrucho y muy sonriente va cortando la rama en donde está sentado...


Y es que la fe en Jesucristo, de la cual es depositaria la Iglesia Católica, se cimienta precisamente en el principio de la absolutez y universalidad. Es decir: Si la fe católica no se la toma como absoluta en su contenido y universal en su alcance de salvación simplemente termina no siendo ella misma, se degrada, se deforma, deja de ser ella misma, se falsifica a sí misma, se desnaturaliza... No es más fé católica ni cristiana.


Sin embargo, actualmente somos muchas veces los católicos atacados por un extraño y virulento complejo religioso: Damos razón a todos, damos espacio a todos, escuchamos a todos, a todos les concedemos razón y -curiosamente por otra parte- dudamos de la validez, la absolutez y la universalidad de nuestra propia fe.



A esto se le llama muchas veces "ecumenismo", "actitud abierta", etc. Pero el ecumenismo es una cosa totalmente distinta y la mente abierta es mucho más saludable.

Lamentablemente nuestras inmensas masas católicas sufren de una pavorosa ignorancia en materia de fe, es más, no tienen mayor afecto por su propia instrucción religiosa, no les interesa formarse en la fe, prefieren vivir y hacer sus ritos como siempre lo han hecho sin preguntarse mayormente, sin cuestionarse.

Nuestros obispos reunidos en la última conferencia episcopal de Aparecida nos están urgiendo a poner énfasis en la formación en la fe para ser discípulos y misioneros de Jesucristo. Los tiempos actuales no están ya para sostener una fe "del carbonero", una fe ignorante de su propio alcance o de sus implicancias prácticas. Una "religiosidad" que no se base en un encuentro personal con Jesucristo simplemente será alienante e improductiva en términos de caridad, solidaridad y esperanza. Una "religiosidad" que no se centre en la amistad personal con Jesucristo tan sólo llegará a ser una absurda, trasnochada, cadavérica y ridícula defensa de simples "tradiciones -y constumbres- religiosas".

La fe en Jesucristo da para mucho más. El depósito de la fe que guarda y administra la Iglesia Católica da para la transformación del mundo, para que cualquier persona que busca honestamente pueda encontrar en ella las respuestas más necesarias para vivir y luchar por el futuro.

Estamos urgidos pues, a encontrarnos con Jesucristo, a volver a los evangelios, a amar a la Iglesia para superar tantos y variados "complejos" católicos.

domingo, 16 de agosto de 2009

Rebeldes

Hace varios años el buen José Luis Martín Descalzo nos regaló un artículo titulado "Rebeldes de pacotilla". En ese sabroso escrito el autor ponía a consideración de sus lectores el caso o la actitud de aquellos que llamándose "rebeldes" sólo se dedican a destruir sin proponer nuevas construcciones, aquellos que sólo critican sin proponer nuevas alternativas de solución, aquellos que luego de la pataleta inicial o de la rasgadura de sus vestidos luego no tenían más que hacer o decir. Esos son los rebeldes "de pacotilla".

El tema da para mucho más. Es muy fácil ser rebelde de esa manera: gritar, patalear, encadenarse a una reja, hacer una mentirosa huelga de hambre, rasgarse las vestiduras mediáticamente, pintarrajear una pared, malograr un jardín, romper unos vidrios, volarse un foco, un fluorescente, tirar una piedra, destruir una puerta y gritar una arenga exigiendo justicia y libertad, escribir un volante, un artículo furioso, redactar una carta infamante impulsados por una falsa auréola profética... Pero qué difícil es una rebeldía que implique construir algo nuevo, algo mejor, algo decididamente superior y saludable.

Martín Descalzo en el artículo mencionado nos decía que son auténticamente rebeldes los que construyen algo nuevo, los que miran más lejos, los que miran más arriba de sus propias narices. Son rebeldes los que construyen.

Y es que el mundo avanza gracias a quienes saben mirar más allá y gracias a los que miran más arriba. Esos rebeldes son saludables, esos rebeldes son hoy muy necesarios para nuestra rutinaria sociedad.

En ese sentido me gusta contemplar a los santos como auténticos rebeldes: hombres y mujeres que se atrevieron a más, que no se contentaron con una vida mediocre y amodorrada, que no se sintieron bien mirando sólo su propio provecho, que -incluso-no se engolosinaron en su propia rebeldía; hombres y mujeres que no quisieron aburrirse de "ser buenos", gente que miró más lejos que sus contemporáneos, gente que no se sintió satisfecha con un cristianismo comodón y aburguesado, gente que no se enamoró de las cosas de Dios sino del Dios de todas las cosas.
Qué hermosa rebeldía la de la santidad verdadera.

Y qué plena la vida de quienes asumen en sus vidas totalmente la rebeldía del evangelio (Habrá que leerlo bien para ver en cada página del evangelio un grito auténtico de rebeldía y no un interminable ronroneo propio de una gata melosa).

Qué hermosa es la vida cristiana si se la asume así: como propuesta rebelde en un mundo mentiroso y oscuro; como alternativa rebelde en una sociedad muerta en su mediocridad; como un camino luminosamente rebelde en medio de nuestros grupos humanos tan aplatanados en su comodidad o en sus cuatro gustos y caprichos.

Admiro la rebeldía de los que construyen, de los que critican y luego tienen la fuerza y la grandeza de alma suficientes para inventar nuevos caminos de fe, de esperanza, de caridad, de servicio, de eternidad. La fe cristiana así vista es no un calmante, no una droga o un somnífero sino más bien una catapulta que nos lanza a la vida, con la adrenalina propia del Espíritu, un fuego que nos enseña a vivir plenamente esta vida gastándonos por un ideal noble: el Reino de Dios. Porque, no olvidemos, la vida eterna sólo será posible para los que antes, en esta vida, han sabido vivir a plenitud sus penas y alegrías.

Qué hermoso sería que existan más cristianos auténticamente rebeldes, no los de pacotilla (que un momento gritan y luego se amodorran en sus comodidades y no están dispuestos a sacrificar nada para conseguir sus presuntos ideales).

Que Jesucristo nos conceda vivir bien su palabra de fuego, su palabra auténticamente rebelde.

lunes, 3 de agosto de 2009

Una Misa dominical (II parte)

Había leído el evangelio de la mejor manera.

Durante la homilía, tuvo que superar cierto desaliento repentino. Algo le decía que varios de sus oyentes, feligreses de costumbre, no tenían mucho interés por acercarse a Jesucristo de verdad. Trató de espantar esos pensamientos, sonrió y prosiguió su homilía. El P. Antonio de Almagrande es un cura ya muy curtido en lo duro del trabajo pastoral pero con la gracia del Jefe conserva fuego juvenil en su viejo corazón.

Se esforzó por pronunciar una homilía clara y contundente, aunque las palabras le salían con dificultad en algunos momentos. Sí, pensaba, quizá era su presunción, o su vanidad las que le fastidiaban hoy más que nunca. Después de todo, la obra era de Dios mismo, él sólo era un servidor, hacía su parte y nada más. Pero ahí estaba la voz que le incaba de dentro, que no le dejaba tranquilo, que le hacía pensar que su gente necesitaba más que nunca una palabra firme, una palabra fuerte, cortante, hiriente. Es que, ¿de qué otro modo podría vencerse tanta indiferencia de "los buenos", tanta pasividad, tanta indolencia ante el misterio de su propia salvación. El P. Antonio sufría por dentro, sufría el evangelio, sufría la palabra de Dios, sufría ante tanta cerrazón y superficialidad...

Creo en Dios Padre, creador del cielo y la tierra....
Lo dijo con el alma, como queriendo obtener de su adhesión de fe una nueva esperanza, algo que le impulsase con nuevas fuerzas.

Durante las peticiones a él se le ocurrió pedir al Señor que concediera a su pueblo la gracia de despertar... Los percibía dormidos con los ojos abiertos, sordos con los oídos sanos, inmóviles con los miembros sanos y fuertes. Señor, concédenos despertar....

Señooor te ofrecemos el vinoooo y el paaaaan....
Al poner un poco de vino en el cáliz recordaba cuando por primera vez celebró el sacrificio, era tan joven que hasta sintió que la casulla le quedaba muy grande. Esa mañana estuvo muy emocionado, de tanta emoción casi se le cae el cáliz. De pronto, pensando en ello, se supo transportado a otro mundo, como si se abriera una gran puerta luminosa y cálida y alguien que le llamaba desde adentro: Antonio, Antonio... Sí, él sospechaba que no había sido el mejor de los párrocos áun cuando lo intentaba. Desde joven seminarista se había fijado en su colega santo: El Santo Cura de Ars, ése buen sacerdote que convirtió a su pueblo por su amor a Jesucristo, por su piedad encendida, por su penitencia tremenda. Sí, él se sentía bien lejos de ese amado y respetado modelo, ahora sentía que la vida se le iba como agua de las manos, que quizá no había logrado todo lo que había soñado... Y ahora.. Esa voz: Antonio, Antonio... Sentía su corazón ya muy cansado, quizá también un poco desilusionado a falta de conquistas pastorales tremendas. Y esa voz: Antonio, Antonio... Se sentía bien poca cosa, bien limitado. Esa voz se le transformaba en sonrisa tierna. Él de pronto se sentía mirado y compadecido. Su colega del pueblo vecino le había dicho en alguna ocasión: Sólo un cura comprende el corazón de otro cura... ¿Era acaso un cura el que le llamaba? No, no podía ser, él era el único cura en el pueblo. Pero sentía que esa voz le miraba y le comprendía. ¿Quién eres?, preguntó atrevido. Soy un colega tuyo. He fracasado muchas veces y mi único gran éxito ha sido cargar con todo lo que tú cargas y con las cargas enteras de todos tus colegas de todo el mundo...

Tomad y comed... Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros...
Los monaguillos se miraban sorprendidos, no sabían si seguir tocando las campanillas. El P. Antonio se había quedado contemplando el Cuerpo de Jesús Sacramentado. Lo miraba como quien mira al ser amado, como quien mira su propia alma, como quien mira su propia niñez e inocencia. A unos metros Doña Ernestina miraba su reloj, la misa se le estaba haciendo muuuuuy larga, qué barbaridad. Y entre colegas se quedaron conversando. Claro, después de todo, Jesucristo es el único y eterno sacerdote.

Tomad y bebed... Esta es mi sangre derramada por vosotros... Y el P. Antonio miraba el cáliz como si fuese su primera misa.

Así, Antonio, lentamente vas derramando tu sangre conmigo, ¿lo ves? Así se salva al mundo, amigo. Don Pablo, el gerente del banco del pueblo, que había venido por la misa de su abuela difunta, se sentía un poco incómodo de tanta "espiritualidad", como le llamaba.

El crío aquél había terminado de comerse la pasta del cancionero parroquial, su mamá estaba feliz de haberlo neutralizado a tiempo. Pero ahora el chiquitín estaba muy atento a lo que el anciano párroco hacía, estaba como embelesado, como arrobado contemplando al viejo cura con cara de abuelo bueno. Sólo los niños entienden a Dios...

Así, Antonio, extiende los brazos para que te parezcas un poco más a mí, para que también a tí te crucifiquen, para que también tú puedas presentar la vida como ofrenda... El P. Antonio leía despacio el misal, lo rezaba con calma, como tratando de comerse cada palabra. El viejo cura en medio de todo se sentía felíz aunque con un dolor que le traspasaba el alma. Sí, para eso había nacido, para extender sus brazos, pedir por sus hermanos, para sufrir por ellos, para hablarles de parte de Dios, para hacerLe presente, esa era su vida.

Señor Jesucristo que dijiste a tus amigos la paz les dejo....
Él se sorprendía de estar ya a esa altura de la celebración. Gracias a Dios, pensaba, que se había dejado llevar por el misal y por su buena memoria, se había entretenido con El Amigo en medio de las rúbricas y ahora estaba mirando al Santísimo Sacramento sobre el altar, lo miraba y le pedia paz para él y para su pueblo.

Al partir el pan se sintió en medio de los dos amigos de Emaús, pero, si era él, sólo él... No, ya no era él, era Jesús salvando y dando vida por sus manos, sintió más verdaderas que nunca las palabras de Pablo: "Yo no soy yo, es Cristo quien vive en mí". Le temblaban las manos de emoción, partía el pan con sumo cuidado y al ver desgajarse la humilde oblea veía también que su vida estaba partida y repartida, que lo suyo era sin retorno, que el misterio de Jesucristo se hacía presente y palpitante por su ofrenda personal.

Al dar la comunión se sintió plenamente acompañado, arrobado en Jesucristo.

Luego, un monaguillo se le acercó asustado: Padre, ya han pasado diez minutos desde que se sentó a orar y la gente se está impacientando. Se incorporó de inmediato y pronunció la oración final. Dió la bendición con emoción de sacerdote joven y recién estrenado.

Te den graciasss todos los puebloooos, que tooodos los pueeblos te deeeen graaacias....
Llegó a la sacristía y al volverse al Cristo aquél de la pared, le pareció que le sonreía.
Y él también sonrió. Los monaguillos susurraban algo.
Los fieles se volvieron a sus casas, cada quien comentando algo distinto: que si el estandarte que se cayó, que si el perro, que si aquel niño que lloraba, que si el párroco hoy estuvo muuuuy distraído....

El P. Antonio se fue más contento, sabiendo que Jesús hacía su obra en él.