lunes, 28 de abril de 2008

En el nombre de Tito

Hace algún tiempo me encontré con una excelente canción de Carlos Seoane, en ella –cuyo título da nombre a este artículo- se relata la actitud de un cristiano y católico que no sólo es “dueño de la parroquia” (ver el artículo anterior de este blog), sino que además se considera el centro de todo lo que existe. He aquí la letra, para pensarla:

Érase una vez un hombre
Que todos llamaban Tito,
Nombre sobre todo nombre
En aquel santo recinto.
Él tenía todas las llaves
Y que nadie tenga duda…
Cuando alguien hacía una copia,
Cambiaba la cerradura.

Un día tuvo un gran disgusto
Por la cuestión del florero
Que él había colocado
Con paciencia y gran esmero…
Nunca falta el comedido
Que lo cambia de lugar…
La presión le subió a treinta
Y lo quiso excomulgar.

Tito abre, Tito cierra,
Tito ordena, Tito entierra,
Tito no quiere cambiar,
No entra y no deja entrar.

Reunió a los grupos parroquiales
Y los retó a los gritos,
Pues ninguno en sus reuniones
Invocaba el nombre de Tito.
Juró que desde ese día
El nombre les cambiaría…
Y llamó Legión de Tito
A la Legión de María.

Pintó la parroquia de celesTITO
Con guardas amarillas paTITO
Sacó las estatuas de todos los santos
Y en su lugar puso sanTITOS.
Consiguió que el sacerdote
Comenzara el santo rito
Diciendo: “En nombre del Padre,
Del Hijo, y también de Tito”.

No soy psicólogo ni psiquiatra, pero en verdad me dejan muy intrigado los casos de “Titos” que suelo observar en varias realidades eclesiales. No sólo se trata de aquel o tal sacristán o presidente de tal asociación de fieles, también se ve algo parecido en estamentos de sacerdotes, obispos y consagrados. C. Seoane en la canción que hemos transcrito afirma: “Tito no quiere cambiar, no entra y no deja entrar”. Ese es un punto que –en cuanto sacerdote y párroco que soy- me preocupa no poco: el hecho de que los Titos al final no gozan de la fe ni permiten que otros lo hagan. Temo mucho que por causa de esos Titos haya no pocas personas que se alejen de nuestros sagrados recintos y consideren la fe como un engaño o como algo por lo menos alienante.
Por mi parte me convenzo cada vez más que el mejor distintivo de una fe verdadera es la capacidad de morir a uno mismo, la capacidad de desprendimiento y de “desapercibimiento”. Después de todo, ¿no trabajamos para que nos vea el Padre del Cielo y sólo él?
Es algo triste cuando los mediadores entre Dios y los hombres nos convertimos ya no en instrumentos sino en finalidad de la religión y por ello, aunque no lo pedimos expresamente, acabamos pensando que sería buena idea –y muy justa además- que al comienzo del santo rito el sacerdote de turno dijera: “En nombre del Padre, del Hijo, y también de Tito”.

domingo, 13 de abril de 2008

Los dueños de la parroquia

Hace varias semanas he pensado en este artículo, no sé si llegaré a plasmar claramente mis impresiones, en todo caso, mi percepción sobre este problema.
Una de las grandes pasiones humanas es el deseo de poseer, de retener algo como propio, de apoderarse de algo o de alguien, de ser dueños de algo; ese afán de poder decir y pensar que tenemos poder sobre algo o alguien, ese afán de sentirnos de algún modo soberanos de algo, reyes de algo, dominadores de algo, expertos o conocedores y/o peritos de algo, casi casi el sentirnos pequeños mesías de algunas personas o de muchas, o por lo menos parecerlo.
Creo que estos impulsos en mayor o menor medida todos los hemos sentido alguna vez. Todavía más: no pocas personas viven como drogadas por este deseo de poseer y de sentirse dueños de algo o de algunos o de muchos.
Yo he relacionado el título con una realidad eclesial clásica y visible: la parroquia, pero se podría aplicar esta idea a otras realidades incluso no confesionales.
Quizá en el marco de la fe o de la práctica de la fe es en donde se nota con más dramatismo este deseo de posesión, este impulso de adueñarse. Yo tengo relativamente poco tiempo de sacerdote, 10 añitos nomás, pero creo haber visto varias cosas, las suficientes como para saber que es algo muy feo -por lo menos- cuando algunos (¿o varios?) creyentes terminan adueñándose de la parroquia, por decirlo así.
Los dueños de la parroquia son, por ejemplo, los que de la fe se saben todo al revés y al derecho y a ellos nadie puede sorprenderlos -ni siquiera con la Buena Nueva!!!-. Es que para ellos la Buena Nueva ya no es nueva, es bien antigua y además ya no les emociona ni asombra... Ya parece que no es Buena tampoco porque ya no vibran con ella y parece que ya no les sirve para nada, como no sea para seguir aburriéndose de la fe. Son los creyentes que se la saben todas y Dios ya no les asombra: se han acostumbrado a creer (me resulta antipático escribirlo).
Pero también hay dueños de la parroquia más pintorescos y quizá más risibles: los dueños de la banca número uno o de la banca número cuatro. Están también los dueños de los floreros, los dueños del cuadrito, los dueños de la velita y del altarcito, los dueños de la sacristía, los dueños de los micrófonos, los dueños de las lecturas de misa, los dueños del salmo responsorial, los dueños de la catequesis, los dueños de las andas de aquella o de esta imágen, los dueños de la fiesta patronal, los dueños de la liturgia, los dueños de los cancioneros, los dueños de las costumbres religiosas (ayyyyy!!!!), los dueños de la profecía, los dueños de la predicación, los dueños de las escobas del templo, los dueños de tal santo o de tal santa, los dueños del Santo Rosario, los dueños de las avemarías, los dueños de las respuestas de la misa, los dueños del confesonario, los dueños del sacerdote de turno, los dueños las campanas, los dueños del campanario entero, los dueños del templo, los dueños de la secretaría parroquial, los dueños.... de Dios!!!
Uffffff!!! Cuántos dueños tenemos!!!
(Y algunos todavía piensan que la Iglesia "tiene poder" sobre los demás, mmmmmmm).
Es curioso, muy curioso que el campo de la fe sea el más susceptible de "adueñamientos" sin control..
Una vez un amgo con el cual compartimos esta impresión me dijo que allí no termina todo porque al parecer a mucha gente le gusta sentirse posesión de otros, como que les gusta tener un dominador, alguien que los doblegue, como que no están felices si no aparece un dueño o dueña de ellas, como que tienen hambre de ser poseídos por alguien. En fin, escuchar eso me chocó bastante pero creo que algo de razón tenía este buen amigo.
Jesús se chocó frontalmente con los dueños de la fe judía: aquellos fariseos a los que Dios ya no podía sorprenderlos de ningún modo. Y Jesús era completamente libre y hacía muy libres a sus amigos, no los atenazaba, no se apropiaba de nadie ni de nada, no le interesaba en absoluto. Él vino a liberar y a forjar personas libres que transmitan libertad, que difundan libertad, la libertad de los hijos de Dios.
Los dueños fácilmente abusan y pisotean, los dueños fácilmente terminan ocupando el lugar de Dios, se convierten en pequeños diocesillos de algunos o de muchos, los subyugan y los van denigrando, se aprovechan de ellos y les quitan vida sino les van matando lentamente.
¡Qué distinto fue y es y será siempre Jesucristo, el Dios de la libertad, de los libres y de los que forjan libertad!
La libertad crea alegría, crea la paz, se alimenta de la verdad y forja hombres y mujeres nuevos, criaturas nuevas para una nueva generación. Libertad que no es ajena a la obediencia con espíritu filial.
Hasta aquí mi pensamiento sobre este tema. Ustedes, ¿qué piensan al respecto?

sábado, 5 de abril de 2008

"Quédate... el día va de caída"

Confieso que casi siempre el tiempo que va entre las 17 y 21 horas de cada día me ha resultado mayormente poblado sino por la nostalgia por lo menos por un sentimiento de lejanía de mi propio centro, de lejanía de mi verdadera patria. No soy en absoluto un místico o algo parecido sino un simple peregrino, un caminante más. Y ahora, mientras por enésima vez vuelvo a encontrarme con aquel hermoso texto evangélico de los amigos de Emaús no me quedo indiferente.
Toda la escena es muy simpática y fundamentalmente eucarística, lo sabemos de sobra. Sin embargo esta vez me ha impresionado, me ha tocado aquel momento en que los amigos que caminan a Emaús dicen al desconocido compañero: "Quédate con nosotros porque el día va de caída". Y he relacionado ese versículo con lo que me suele pasar al atardecer.
Y he recordado que en horas como esas, al atardecer, yo escuché de Jesucristo y sentí arder mi corazón adolescente como nunca antes. Me he visto un chiquillo de dieciséis, flaquísimo y medio perdido en una atmósfera en donde se podía tocar con mano la presencia de Alguien que calentaba el alma, ese deconocido que se había metido en nuestra conversación y que sin darnos cuenta fue enseñándonos todo. Y cuando él hizo un ademán de irse, de seguir su camino yo alcé la mirada y así, en medio ya de la noche le dije: "Hey, Maestro, quédate por favor. Nadie nunca nos ha hablado así, tú has hecho arder mi alma y la has fogoneado, no te vayas" Y he vuelto a verme siempre un poco perdido pero también "pasmado" de la emoción al darme cuenta que El Maestro se ha sentado a mi lado y ha comenzado a partir el pan. Y me he visto alzar mi velita en medio de la noche y decirle otra vez más: "Yo quiero caminar contigo"
Y desde entonces creo que se me ha desatado una gran nostalgia de esa tarde, de esa noche en que sentí arder el corazón. Y vivo de ese "recuerdo" que casi se me convierte en sacramento. Y sé que hoy y mañana cuando vuelva a sentir aquello no será sino un reclamo a volver a pedirle que me parta el pan y que se quede conmigo.
Recuerdo aquel buen amigo que me decía que él no quería que se acabase nunca la misa, que no quería que el sacerdote dijera "Pueden ir en paz", que quería quedarse siempre con él, que no lo quería dejar, que si él se iba volvía la tristeza... Y bendigo su recuerdo.
Y sé ahora que esa nostalgia que se me desata en el alma no es sino un reclamo, un reclamo de infinito, de plenitud, de Su Presencia. Y a la sombra de su presencia me he vuelto un soñador, un poco loco, un poeta, un cantor de una canción extraña que arranca sus notas al viento y que toma letra del alma que llora Su lejanía.
Y ahora sé porqué me provoca las más de las veces no correr sino detenerme cuando Le tengo entre las manos cada vez que le celebro. Y le digo que no se me vaya, que sólo su palabra me hace arder el corazón; que prefiero ser un hombre traspasado por su amor y por su cruz a vivir sentado a una mesa que no alimenta y caminar al hilo de una conversación que agrieta y seca el alma.
Y le voy repitiendo: "Quédate... el día ya va de caída..." Y medio entre la niebla del tiempo y de mi propia limitación creo ver Su rostro y el corazón se me sale del pecho. Y se me nubla el entendimiento cuando pienso que en esas manos que son mis manos es Él mismo que hoy, que también esta tarde y esta noche me parte el pan y se me da en humilde alimento.
Y entonces, medio confundido y asombrado le vuelvo a decir que sí, que vale la pena caminar con Él, que Él, Jesucristo, es lo mejor que me ha podido suceder en la vida.
Y por ello voy como un loco, como un incurable, como un chiflado, a hablar, a animar a mis hermanos, a decirles que hay uno que puede hacer arder el alma, que hay uno que puede apagar las tristezas, que hay uno que da compañía, que nos parte el pan y que se da en comida y que yo le he visto, que me ha llenado de luz el corazón y que lo que más quisiera es que también llenara de luz la vida de todos.

martes, 1 de abril de 2008

Fieles a la propia alma

Los seres humanos somos una construcción constante, una obra nunca acabada. Dios que es infinito en sabiduría nos ha hecho así y es bueno.
Y porque somos una obra siempre en vías de realizarse y de acabarse, necesitamos fidelidad. La fidelidad es hoy por hoy un valor por lo menos bastante olvidado. Creo que la primera y más radical fidelidad es la que uno debe tener para con su propia alma: ser fiel a la propia alma.
Aún cuando los humanos somos bien poca cosa frente a la majestad de la eternidad y de la creación misma, tenemos todos una vocación a trascender, a superar nuestras propias limitaciones y a aspirar a cosas muy altas y bellas. En el fondo del corazón humano late siempre esa ansia de lo eterno, de lo infinito, de lo que no acaba, de lo que no se puede comprar baratamente, de algo frente a lo cual no son dignos los regateos. Cuesta mucho ser lo que Dios nos tiene reservado ser. Tenemos una costosa vocación por realizar, una plenitud que no se llena con cualquier cosa... Esa tensión entre lo pequeño que podemos alcanzar cada día y las grandezas para las cuales nos sentimos llamados, nos pide fidelidad. Porque frente a una vocación tan alta y laboriosa (¿acaso no lo es el querer ser feliz?), tenemos una constante tentación: rebajar la mirada, engañarnos, disculparnos, pensando que eso no es para nosotros, que después de todo necesitamos de mucho menos para ser felices de verdad, que somos realistas, que después de todo somos "humildes", que nadie nos ha llamado a cosas tan altas...
Necesitamos ser fieles a nuestra propia alma para no negarla, para no rebajarla, para no conformarnos con una existencia mediocre. Mediocre es aquél que ha renunciado a construirse desde adentro, aquel que ya no quiere más porque no quiere comprometer su comodidad o porque no quiere renunciar a sus propios intereses o porque simplemente tiene miedo al riesgo.
Cuesta ser fiel a la propia alma. Porque hay muchos que están muy dispuestos a vender su propia dignidad por un poquito de bienes materiales, por un poquito de placer o de comodidad, por evitarse un mal rato con otros.
Ser fiel es tener fortaleza para no venderser, para no alquilarse o para no dejar que nos amordace nuestra propia comodidad o nuestro propio capricho. Ser fiel a la propia alma significa apostarlo todo por ser de una sola pieza, como solemos decir. Ser fiel a la propia alma es no transar por un poco de beneficios pasajeros.
Jesucristo ha sido siempre fiel a su propia alma, a su propia vocación y misión; la amó, se apasionó por ella, vivió y murió por su propia misión, fue fiel a sí mismo. Que Él nos enseñe a ser fieles a nosotros mismos ahora y siempre y para su gloria.