martes, 24 de enero de 2012

Con la bulla adentro

Con la bulla adentro, afuera, por todos lados.
Creo que esa es una imagen frecuente en nuestras calles, en nuestro mundo.
Gente que camina con celulares y audifonos conectados, otros con aparatitos en las orejas, otros con el celular sonando música desde la cadera, etc. También los hay que se hacen notar cuando pasan raudos en sus atomóviles con la música que hace vibrar la pista y la vereda misma.
Y están los que en sus casas ponen el máximo volúmen a su equipo de sonido...
Terrible me parece el chiquillo o la muchacha que están atados a sus mp3, mp4 o demás aparatos que dejan escuchar claramente a los demás lo que sus oídos están oyendo directamente de los audífonos pegados a sus cabezas.
Pero está también otro tipo de bulla, de ruido.
Y es que habemos muchos que para no bajar hasta el corazón preferimos nunca parar, nunca detenernos, nunca quedarnos ante nuestra propia verdad en silencio. Por eso hablamos, escribimos, enviamos mensajes, reímos, hacemos gestos, nos hacemos notar, hambreamos o mendigamos un consuelo en medio de todo. Y si no lo conseguimos tiramos barro a los demás para que participen del "embarramiento" moral o espiritual en que estamos metidos.
Pero eso sí: Silencio, jamás. Detenerse, jamás. Encontrarse con la propia verdad, jamás.
¿Orar? ¿Hablar con Dios? ¿Escuchar a Dios? ¡Qué te pasa! ¡Eso es aburrido! ¡Paso!
Y es verdad: Tenemos mil maneras de escapar a nuestra realidad.
Y casi siempre tenemos una verdad que muerde en el corazón: El haber traicionado, quien más quien menos, nuestra inocencia primera (la pureza del alma, la vida de gracia -para decirlo cristianamente-).
Y por ello nos engolosinamos con mentiras, con cosas que nos adormecen, que nos hacen olvidar un poco los problemas no resueltos, las heridas no curadas, los dolores no superados, las mentiras consentidas aunque no admitidas de cara a los demás. Paseamos en silencio el vacío camuflado, la propia verdad traicionada, la desgracia moral que nos envuelve, la mediocridad de nuestras situaciones vitales, nuestros afectos torcidos y enfermos, nuestros apegos esclavizantes, nuestros amoríos claramente pecaminosos pero disimuladamente aceptados y consentidos...
Y poco a poco nos vamos haciendo a la idea de que: "La vida es así" "Al final todo aquello que soñábamos de niños era eso, sueño de niños y nada más". Y hasta celebramos nuestro fracaso moral, nuestro interior quebranto, nuestra pureza pisoteada. Nos juntamos con otros para celebrar macabramente que: "Esta vida no vale nada"
Y nos metemos bulla, bulla de todo tipo, desde dentro y desde fuera.
Huir, huir, huir, huir....
Hablar de todo, menos de lo realmente importante.
Discutir de todo, menos de lo que realmente nos sirve y nos salva.
Creer en todo, menos en Aquel que sí da la vida eterna.
Seguir cualquier principio, cualquier pensamiento, cualquier moda, cualquier idea predominante, todo menos averiguar y seguir realmente lo que Aquel nos viene diciendo hace más de dos mil años.
¿Hasta cuándo? Tampoco lo queremos pensar, sólo se trata de vivir el presente, (Carpe diem, alguien dijo).
Disimular y ya está: La apariencia bonita que oculta la desgracia y el desgarro interior. La vanidad atractiva que disimula la confusión y el tormento interior. La apariencia descarada que trata de pisotear la voz interior que aún resuena diciendonos: "Ese no es el camino".
Y, cómo no, se desatan también las ganas de desaparecer, de no ser encontrado por nadie ni por uno mismo.
Y aún así, hay una luz muy pequeña al fondo del túnel.
Y ahí está el Viejo Bueno. Al fondo, bien al fondo del alma. Con las pantuflas de siempre, con la mantita caliente, con el rostro del cariño primero que ha sido traicionado una y mil veces, pero con el mismo cariño de siempre. Y te mira y me mira con los ojos tiernos de Buen Padre. El Viejo Bueno, el que le decíamos Papá Lindo, ¿te acuerdas?. Ahí está, pidiendo por tí. Mirándote en tus extravíos, en tus infinitas actuaciones bien hechas y logradas. Mirándote en todas tus disimulaciones.
Y no te juzga y no te condena... Él sufre aún más que tú. Porque sabe que tú eres su obra y tú le has costado la sangre de Su Único Hijo. Y te ama igual que ayer. Te ama igual que cuando aún tenías la inocencia del bautismo.
Y ahí está esperándote.
Y siempre lo estará.
Ahí, en el fondo de tu alma, detrás de todo lo que has puesto para esconderlo.
Ahí.
Y te mira.
Y te ama.
Y espera que dejes toda esa bulla.
Y que llegues a Él.