domingo, 22 de junio de 2008

Miopía

Todos los humanos somos, quien más quién menos, ciegos o miopes para algo, para algunas cosas, para algunas realidades. Por eso necesitamos de alguien que nos haga ver "más allá de nuestras narices", necesitamos de quienes nos abran los ojos a realidades que muchas veces no hemos contemplado por distintas razones. Y, curiosamente, el esfuerzo de abrir los ojos a veces nos resulta fatigoso o nos causa miedo.
Jesucristo dijo de sí que es La Luz del mundo y desde entonces su palabra es iluminadora. Sólo él puede curar nuestra ceguera y nuestros defectos de visión.
Yo sé que lo que voy a exponer a continuación podría sonar o saber a petulancia o algo así, de todos modos, es algo sincero y tiene mi rúbrica propia, no copio el pensamiento de nadie.
No me considero un gran iluminado, pero desde hace varios años yo -religioso católico- vengo constatando la existencia de una especie de miopía de espíritu en no pocos consagrados a Dios (me refiero a religiosos y religiosas). Debo aclarar que yo me siento muy contento de ser un consagrado en la Iglesia Católica y que pienso que es la Vida Consagrada la que podrá dar siempre un respiro más puro y un aire más fresco a la entera Iglesia Católica y a todo el mundo. Sin embargo, la miopía que observo en no pocos de mis hermanos religiosos a mí me trae a veces bastante preocupado. La cosa es, creo, sencilla de explicar: Mientras los jóvenes, por ejemplo, hoy en día van en busca de cosas "más altas", van en busca de cosas que les llenen más en el espíritu, mientras ellos van buscando más espiritualidad, muchas veces nosotros, los consagrados, vamos en dirección opuesta: nos hemos alejado de la vida espiritual, no vamos ya a buscar una experiencia de Cristo sino que ahora nos entretenemos con cosas que pueden ser muy buenas pero que al fin y al cabo no son las más importantes ni las que nos definen.
Me provoca asombro, o quizá peor, estupor, cuando por ejemplo a veces participo de reuniones de consagrados y sacerdotes en las que sólo se habla de la "ecología" o del "problema ambiental" o de las luchas por la justicia, mientras que muchos laicos y no creyentes también (subrayo ese muchos), jóvenes y adultos, hoy quieren encontrar en La Iglesia, en los religiosos, una experiencia de Dios más que otras cosas.
Me causa estupor cuando a veces se me cruza en el camino una persona de buena voluntad y me pregunta cómo debe hacer para orar, para tener una experiencia de Jesús, para tener vida espiritual, y a la vez me cuenta que ya ha ido por algunas parroquias y los religiosos de turno no supieron qué decirle porque lo suyo era "el apostolado social" o que sostenían que la única y fundante experiencia de fe era la de alimentar a los pobres y construir tuberías de desague.
Me causa estupor esa infeliz miopía de aquellos que dicen que miran, observan y están atentos a "los signos de los tiempos" y afirman luego que por eso piensan sólo "horizontalmente" cuando, por el contrario, mucha gente está volviendo sus ojos al cielo y vuelve a la relación vertical con Dios. Me causa temor esa miopía que envuelve a aquellos que por afán de "realismo" no hacen sino cerrar los ojos a la realidad más real: Que muchos hoy en día tienen una irrefrenable hambre y sed de Dios... aunque no lo digan, por el roche que eso significa (No, yo no creo que la nuestra sea una sociedad descreída sino muy por el contrario, tenemos una sociedad muy creyente, pero creyente en cosas que no valen la pena y a las cuales les han puesto el nombre o la categoría de "dios". Basta sólo pensar en lo que significa el fenómeno de la Nueva Era y la espiritualidad difusa (y confusa) que promueve a todo nivel).
Me parece una infeliz y desgraciada miopía la de aquellos consagrados que renuncian a lo espiritual para "encarnarse" en una existencia sin norte superior y sin una estrella alta que los pueda desenfangar de sus propias carnalidades. Lógicamente al final terminan literalmente "encarnados".
Y me duele en el alma que por responsabilidad -o irresponsabilidad diría mejor- de esos miopes mucha gente de buena voluntad acuda cada vez más hoy en día a sectas y agrupaciones orientalistas o americanizadas en donde se les vende o se les regala una espiritualidad difusa y aguada vertida en aljibes que no son capaces de contener el agua (Léase: Yoga, I chi, Tai Chi, Meditación trascendental, Mantras, Eneagramas, etc)
Me duele en el alma que por culpa de no pocos miopes en el espíritu, muchos jóvenes a la hora de buscar una experiencia de lo divino hoy ya ni se les pasa por la cabeza la idea de acercarse a la Iglesia Católica (Léase: parroquias, capillas, grupos, comunidades, etc). Les parece incluso natural que en La Iglesia no exista esa posibilidad de lo divino ya que nos ven muchas veces enfrascados en esas eternas discusiones "de curas y monjas" que a nadie benefician.
A veces pienso que esa miopía la ha difundido en nuestras vidas aquel enemigo de nuestra eterna salvación. En el reino de los ciegos el tuerto es rey. El diablo es un tuerto... y tiene sus primeros ministros.
En fin, no podré estar de acuerdo con la patraña de miopía que sostiene que nuestros jóvenes y nuestra gente sencilla no tiene la capacidad de lo divino y que por eso sólo les podemos llenar la vida con cosas por hacer, incluso con "apostolados" y con ideas que defender sin llegar nunca a lo verdadero y más profundo de las cosas y de Dios mismo.
Me duele la miopía de los que mientras todos -o por lo menos muchos- miran al cielo, ellos están seguros de que no hay que mirar arriba y por el contrario, no se deben despegar los ojos de la tierra. ¿Será que ellos mismos han rechazado ya en la práctica a Aquel que está en lo alto, aún siendo consagrados? Hace varios años escucho a un buen amigo, predicador católico, que califica a esta miopía como el Ateísmo afectivo de los consagrados. ¿Tendremos que aceptar con dolor que es así?
Tenemos el deber de pensar y sentir con La Iglesia. Y, gracias a Dios, La Iglesia ha hablado repetidamente del tema. Pienso ahora en las diversas y repetidas exhortaciones de S.S. Juan Pablo II, de muy feliz memoria, que insistía a los religiosos en convertir sus comunidades en centros de espiritualidad, en oasis de vida divina y que consideraba a la misma Vida Consagrada como una auténtica terapia para el mundo. Me emociona pensar que aquel Santo Padre había concebido tan nítidamente el valor y lo trascendental de la Vida Consagrada. Y antes de él, era el Concilio Vaticano II el que afirmaba con toda autoridad que la Vida Consagrada en La Iglesia tiene un puesto preeminente y pertenece a la vida y la santidad de misma La Iglesia. Y recuerdo también al buen Papa Pablo VI que no dudó en afirmar que La Iglesia sin la Vida Consagrada no sería más La Iglesia de Cristo.
La Iglesia que es Madre y Maestra sabe lo que dice y enseña, no podemos pues seguir y obedecer magisterios paralelos o ideologías extrañas al sentir de La Iglesia de Jesucristo.
Por eso, quiero animar a todos aquellos religiosos y religiosas que viven y obran en sus comunidades como fieles "pararayos" de Dios, y aunque a veces incomprendidos, arrinconados o maltratados, son los que atraen para sus comunidades la auténtica vida divina.
Hermanos y hermanas que apuestan por Jesucristo Vivo sin ideologías extrañas, no olviden que la recompensa está allá arriba, allá donde algunos hace tiempo no miran ni les interesa.
Gracias a todos y a cada uno de ustedes que han apostado por una vida realmente en Cristo y para Dios, gracias por sus cruces, por sus noches oscuras que atraen salvación para muchos hermanos de todo el mundo, gracias por sus luchas que si a veces tienen el signo de la derrota aquí en la tierra, allá en el cielo serán grandes y gloriosas victorias. Gracias consagrados y consagradas que son fieles al Dios de Jesucristo, que no se rinden porque son humildes, porque confían en aquel que les llamó desde siempre.
Dios los guarde siempre y les libre de la miopía que seca el alma y que cuartea el corazón.

aCharla dirigida a religiosos.

lunes, 9 de junio de 2008

¡Este es un asalto! (2da parte)

Luego de haberme liberado de mis primeros asaltantes y cuando comenzaba a respirar aliviado al dejarlos a buen recaudo con su profesora, comencé a caminar por el patio del colegio. En eso se me acercó corriendo un chiquitín que no había sido del grupo de los primeros asaltantes. Tenía seis años, le faltaban los dientes de adelante, tenía una carita de ángel en apuros.

Corrió hacia mí y se me prendió de la mano, me espetó sin tapujos:

"Yo quiero confesarme pronto con Usted... Tiene que ser ahorita... pero aquí no, tiene que ser en la Iglesia..."

Yo había pensado que bastaba una sola impresión fuerte para un día como ese.
Pero no, allí estaba el pequeñín casi jalándome a la Iglesia con un interés impresionante por confesar sus pecados.

Yo me quedé pasmado, nunca me había ocurido algo así.
Le dije que vayamos adelante, cerca del altar, le hice sentar y, muy compungido, me contó sus "pecados" (pongo entre comillas porque en verdad lo suyo no eran sino algunas travesuras comprensibles de un niño pequeño). Pero lo que me asombró fue su dolor por el mal que había hecho, le noté en extremo arrepentido. Su postura era muy seria, él no estaba jugando, no bromeaba, no hacía el papel, nada. Él se estaba poniendo ante el tribunal de Dios y muy sentidamente me contaba sus cosas. A mitad de confesión tuve que hacer un acto de fortaleza para no dejarme vencer por la emoción que me anegaba. Él no lo sabía, pero me estaba dando un tremenda cátedra de eso que los humanos y católicos casi hemos olvidado: la honradez para con Dios (léase también: contrición perfecta, dolor de los pecados, humildad, la verdad, etc). El pequeñito estaba sentado en la banca y sus pies no llegaban a tocar el suelo, sin embargo a mí se me hizo gigante por su corazón bueno. Por un momento pensé que era yo el que tenía que arrodillarme ante él. Me sentía removido.

Le traté de consolar lo mejor que pude, le hablé de que Jesús estaba contento de él, creo que se convenció de ello, y, antes de ir a rezar su penitencia, me preguntó: "¿Puede también venir a confesarse mi mamá?", me lo dijo con preocupación. Claro, le dije. (Debo aclarar que hace ya varias semanas pasó esto y que su mamá nunca apareció...)

Yo pensé para mí: ¿Qué habrá visto este pequeñín para preocuparse tanto por la salud moral de su mamá? Y recordé a varios niños a los cuales yo he escuchado y atendido y que han venido a llorar por los pecados... de sus padres (porque ellos serán bien niños pero tienen muy presentes las desviaciones y pecados de sus padres, aunque ellos juren que sus niños no saben nada....). Y me acordé de la palabra de Jesús: "Ay de aquel que escandalice a uno de estos pequeños, más le valdría ponerse una piedra de molino al cuello y echarse al mar"

Y pensé en tanta pureza e inocencia plasmada en esos pequeñitos. Y por dentro me sentí desecho, porque ante la luz nuestras obras de tinieblas siempre quedan descubiertas.
Finalmente rezamos una oración y le llevé de vuelta a su aula.

Ese pequeño me asaltó, me agarró "en primera" y sin chance para defenderme.
Ahora ya sé porque Dios se entiende bien con los pequeños, ya sé porque la oración de ellos es muy bien recibida por Dios en el cielo.

Gracias pequeño penitente, me hiciste vivir un retiro espiritual comprimido pero no menos profundo y valioso. Dios te conserve con esa alma transparente por siempre.

FIN.

domingo, 1 de junio de 2008

¡Este es un asalto! (parte 1)

Era una mañana que, según había previsto, iría a ser sin mayores capítulos. Al salir del despacho parroquial pasé por delante del templo, que lo dejamos abierto gran parte del día para que los que quieran puedan entrar y visitar al Señor. Decidí entrar y orar en silencio por un tiempo. Llevaba ya unos minutos en silencio con el templo vacío, pasando un buen momento con el Amigo cuando sucedió lo inesperado.

Oí unos gritos y ruido de los que entraban corriendo al templo. Me sobresalté.
Voltée a mirar y me encontré con una sorpresa que jamás imaginé de ese modo.
Agradezco a Dios el que desde hace algún tiempo me ha venido preparando de distintos modos a pasar mejor y asimilar mejor estas experiencias, creo que en ese sentido he crecido más.

Se vinieron contra mí.
Casi me caigo. Me agarraron todos a la vez: en cuestión de segundos yo estaba detenido y cautivo. Gritaban y, definitivamente, yo no tenía el control ni mayor chance para defenderme. Eran varios y sólo me quedaba aguantar y no perder la calma... imposible defenderme.
Uno entró corriendo hacia el altar. Yo pensé: ¡Dios, el lugar más sagrado! Otro fue a la sede y se sentó muy campante, otro tomó el confesionario por asalto, se sentó y comenzó a gritar, mientras que en el presbiterio uno más tocaba a rebato la campanilla y otro con el armonium comenzaba a tocar alguna cosa en tanto que yo estaba sujeto por dos que se habían colgado de mí.
Eran los pequeños alumnos del 1er grado de primaria de nuestro colegio parroquial....

Yo siempre he sido un señor que tiene sus esquemas bien perfectos y cuadraditos y gracias a Dios, como les decía antes, él ya me había estado preparando para dejar mis esquemas en el bolsillo. Mientras veía a estos asaltantes primero con algo de terror y luego con sentimiento de resignación -tenían seis años de edad cada uno- tomar la Iglesia y comenzar una extraña liturgia de gritos, risas, corridas y demás cosas parecidas, cuando supe que me iba ser imposible controlarlos a todos, me senté y medio resignado y cómplice me quedé viéndolos. Me imaginaba nuestras solemnes ceremonias realizadas por ellos con sus caras de juego interminable. Imaginaba toda la Iglesia llena de pequeños de seis años cada quien trepado en un altar abrazado a algún santo o corriendo sin parar por los pasillos sin esa gente que les dice: "Sssshhhhhhhh, silencio, es la casa de Dios".

Gracias a Dios mismo, no había ningún otro grande en ese momento, sólo estaban mis asaltantes y yo. Porque ya me imagino si hubiera estado uno sólo nomás, la que se hubiera armado.... Trataba de imaginarme también a Pedro, el apóstol, espantando a los pequeños y al Señor Jesús haciendo un alto a Pedro y guiñando el ojo a los pequeños para que se acerquen nomás y le ensucien con confianza el manto y la túnica.

Yo no sé si al final habré orado, pero esos pequeños, de los cuales es el reino de los cielos, me hicieron pensar largo rato sobre la sencillez y la candidez de alma. Porque de observarlos -y sufrirlos, se me vinieron abajo muchas de mis complicaciones de "grande".

Felizmente, luego de un tiempo de "hermoso desorden y bullicio" pudieron hacerme caso y abandonar el sagrado recinto no sin antes agradecer a Dios con una sencilla oración (Y yo también agradecí a Dios porque no se metieron con ninguno de los floreros...)

Pequeños asaltantes de esa mañana sin capítulos, Dios les guarde siempre.