jueves, 28 de julio de 2011

¿Qué significa ser santo?

En estos últimos días se lo he preguntado repetidamente al Señor, y Él se ha encargado de responderme mucho mejor y más nítidamente que si fuera Internet. ¿Qué le pregunté? La pregunta era muy sencilla –vaya- : «¿Qué es, finalmente, ser santo?» Si este artículo lo leyeran los seminaristas quizá se escandalizarían no poco, la razón es que yo desde hace varios años vengo hablando de este “tema” aquí y allá, a jóvenes y a no tan jóvenes, entre bromas y seriamente, y qué tal ocurrencia, ahora se lo he preguntado a Jesús, cómo si no lo supiera yo (¡!)
Ser santo, así lo he entendido, es como estar continuamente en sintonía con Dios, es como estar embriagado de su luz, de su presencia, de su alegría, es como sentirse muy amado y envuelto en la atmósfera fascinante del amor de Dios, ser santo es como dejarse llevar por el amor de Dios en medio de la vida, es como volver a ser un niño pequeño totalmente confiado en la fuerza de su Padre querido... creo que así fue Jesús, creo que así fueron los santos, creo que así deberían ser todos los cristianos (bueno, esto último es cosecha mía, lo de antes me lo dijo el Señor, por si acaso).
Y sólo así pude explicarme por qué en la oración ante Él prácticamente no hice nada (¡!). Sólo así, en esa santa “inactividad”, me descubrí muy contento y feliz, había alguien que me escuchaba, que me miraba, que me envolvía con su cariño, era Él.
¿Y por qué les cuento esto? Ya casi olvidaba la razón. Les escribo todo esto, desde mi torre de vigía, para hacerles recordar que la santidad es el deber de cada seguidor de Jesucristo, sea laico o religioso, joven o mayor, hombre o mujer. Esa es nuestra máxima vocación aquí en la tierra. Y San José fue un auténtico atleta de la santidad. Entonces, ¿cómo deberían ser los Amigos de Jesús?
Cuántas veces en medio de la combi, en plena vereda, en medio de los puestos del mercado, Dios mismo se puede derramar con su gracia en nosotros. Cuántas veces Él nos ha estado esperando en los lugares que menos imaginábamos para hablarnos al corazón. Si supiéramos cuánto Él nos ama, lloraríamos de alegría, le dijo Santa María a unos chiquillos hace algunos años.
Cuántas veces aún en medio del dolor podríamos descubrir invitaciones de Dios para amarle en exclusiva, para amarle mejor, para amarle en soledad, para amarle en pureza.
Mi pueblo perece por falta de conocimiento, dice Dios en la Sagrada Escritura. Quizá nuestra peor ignorancia sea la ignorancia de la santidad, quizá lo peor de todo sea vivir no a plenitud sino a medias, con tan poca felicidad y con tan falsas alegrías, ocultando siempre nuestras frustraciones y fingiendo “pasarla bien”.
Él nos espera, tan sólo nos pide un corazón muy abierto a su gracia, tan sólo quiere darnos “un poco” de su amor, dejémosle hablar, dejémonos amar por Él.

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