Desde
que hace dos mil años Jesucristo fue voluntariamente a la Cruz y aceptó morir
en ella por salvarnos, la Cruz se ha convertido no sólo en signo de salvación
sino también en motivo de escándalo para muchos. El escándalo de la Cruz con un Crucificado
sangrante y con el cuerpo destrozado sigue vigente.
Recuerdo
cuando, hace varios años, al entrar en un templo parroquial me hizo una fuerte
impresión ver en lo alto y al centro del presbiterio una gran imagen de Cristo
pero sin Cruz. Era un Resucitado. Ciertamente, los cristianos y católicos creemos
que Jesucristo resucitó, sin embargo creo que hoy en día lo más ‘profético’ es
el Crucificado. La Cruz con un
Crucificado es un grito muy fuerte para nuestro mundo actual. La imagen de un Crucificado es mucho más
cuestionadora que la de un Resucitado.
Inversamente,
hace unas semanas una comunidad católica me invitó a darles una enseñanza de
fe. Llegué con un poco de anticipación y
entré en la Capilla. Y tuve otra vez una
fuerte impresión, pero ahora al contemplar que la imagen que presidía el lugar
de oración era una gran Cruz… pero sin Jesucristo. Tenía yo la viva impresión de que esa gran
Cruz estaba vacía, incompleta. Una cruz
impersonal es una cruz que no transmite el mensaje completo, la Verdad
completa.
Pero
el motivo de este artículo no es el de redundar en un comentario de tipo
estético o simbólico. Mi interés está en
reflexionar en lo que, al final, es un riesgo constante en los que nos llamamos
creyentes: El desconfigurar la verdadera fe cristiana y católica y acabar
creyendo y siguiendo a un Cristo sin Cruz o una Cruz sin Cristo.
Ciertamente,
cuando somos jóvenes y vivimos una experiencia de conversión a Dios se nos hace
cercano y entrañable un Jesucristo Resucitado, vencedor, sonriente, glorioso. Nos llena el corazón el dar la vida por un
Cristo que vence fácilmente, que es simpático, que es un arrasador de corazones,
el que congrega multitudes, el que toca la guitarra y que, como héroe divino,
no puede sufrir ni perder jamás. Nos
llena el alma un Cristo así y todo ello nos provoca en el corazón un burbujeo
incontenible. Y así, chicos y chicas
afirman que el corazón se les derrite frente a toda esa emoción que viven. Yo respeto esas experiencias. Pero a la vez pienso que todo ello es parte
de la primera etapa del seguimiento del Señor.
Creo que todo aquel que en su juventud se encontró con Jesucristo ha vivido
esa efervescencia en mayor o en menor medida.
Pero
ahí no acaba todo. A todo aquel que
quiere “ir más allá”, el Señor poco a poco le muestra un camino misterioso,
reservado para quien quiere madurar en su entrega. No todos dan con él. Es más, son pocos los que atinan a dar con
esta ‘segunda etapa’ del camino de fe.
Porque se trata de la etapa más ‘costosa’ del seguimiento. Es el
encuentro y la asimilación del Crucificado en la vida concreta. Es la etapa de
la madurez. La emoción y el burbujeo ya no están muchas
veces, el Cristo no es sonriente y la multitud se convierte en un reducido
grupo, el victorioso ahora es el vencido, el aclamado de antaño es ahora el
perdedor del Calvario. Y aquel
Jesucristo de la Pasión, otrora simpático rompedor de corazones, ahora es el
desfigurado ante quien se vuelve la mirada porque causa repulsa Su rostro
desfigurado y sufriente.
Y
aquel misterioso Crucificado invita a sus seguidores a ser también con Él
pequeños crucificados. Y esa es la idea
que no gusta a quien sólo quiere encontrar en la fe “lo rico”, “lo calientito”
de creer. La cruz –y el Crucificado en
ella- son un aguijón que incomoda nuestro aburguesamiento, hincan, punzan
nuestra ansia natural de placer. Frente
al Crucificado aquel “me derrito por Ti” se convierte en “estoy dispuesto a
morir por Ti, Señor”. Allí el verso
romántico y el suspiro repentino se convierten en bromas de mal gusto. La cruz pide respuestas sinceras y radicales:
perder la vida, dar hasta que duela, morir a uno mismo. Allí, ante la cruz y el Crucificado se
demuestra cómo es que nuestro amor y nuestra fe han pasado del “burbujeo
interior” a dar la vida hasta que duela, hasta que el corazón sangre por
obedecer, por ser humilde, por no buscar su propio interés, por negarse
concretamente a sí mismo.
Y
no pocas veces he sentido yo una profunda tristeza cuando me he dado cuenta que
para esta “segunda etapa” del seguimiento de Jesucristo se presentan tan pocos –pero
tan pocos- candidatos. Y se me parte el
alma al pensar que entre tantos miles y miles de almas cristianas y católicas,
incluso entre los comprometidos con La Iglesia, existan tan pocas, tan
dramáticamente pocas, que quieran vivir el amor a Jesucristo no sólo a nivel de
bonitas emociones sino que se atrevan a pasar a los hechos concretos de
sacrificio, holocausto y entrega generosa.
Por eso es lógico que prefiramos mayormente vivir lejos del Crucificado
o que lo bajemos de la Cruz para que no escandalice nuestra mundanidad terca y
sordomuda. Porque un Crucificado siempre
denuncia, un Cristo que muere en Cruz siempre es profético, golpea, inquieta,
cuestiona.
Y
créanme que varias veces me he sentido desconcertado cuando he advertido
ciertos discernimientos espirituales en los que ha salido ganando la comodidad,
el orgullo, el afán por una vida tranquila, el rechazo por todo lo que
cuestione la mediocridad o el apego a uno mismo. Y pienso que en el fondo es el rechazo
disimulado de la Cruz y del Crucificado en ella. Por eso existen tantos cristianos mundanos,
incluidos también sacerdotes, religiosos y religiosas mundanos –tal como lo viene
predicando el Santo Padre Francisco-.
Y
pienso ahora en los que son llamados a vivir de modo singular el misterio de la
Crucifixión: los cristianos llamados a ser consagrados a Dios en
exclusiva. Creo que hoy en día las
vocaciones a una especial consagración no escasean sino que son escasos los
corazones en verdad generosos, disponibles a jugarse la vida por un amor grande. Y es verdad, hoy como ayer, lo que gritaba
San Francisco, el pobrecillo de Asís: “¡El Amor no es amado! ¡El Amor no es amado!”
¿Será
posible que hoy en día las personas sólo son capaces de amar un poquito y sólo
por un cierto tiempo? ¿Será que el ser humano
actual está configurado no ya para amores grandes y perpetuos sino solo para
amores medianitos que no piden mayores sacrificios? ¿Será que los varones y mujeres actuales –jóvenes
y adultos-, todos han nacido con el corazón atrofiado para amar, incapaces de
aceptar y vivir a un Cristo Crucificado?
¿Habremos de admitir que hoy en día el amor a las riquezas, al
prestigio, al “nombre”, a los placeres del mundo, a “ser alguien”, el amor a sí
mismo ya no permiten la entrega generosa al seguimiento real de un
Crucificado? ¿Nos atreveremos entonces a
borrar de las páginas del Evangelio todo aquello que huela a Cruz, a
sufrimiento redentor, a negación de sí mismo, a obediencia real, a castidad, a
pobreza y desprendimiento reales, a desapego del yo para sólo quedarnos con el “dulce
Jesús” que a lo sumo provoca un suspirito peregrino y un “me derrito” que luego
no compromete a nada, ni redime nada, ni santifica nada?
Seguramente
ya no soy joven. Por eso hoy me emociona
más un Crucificado, le siento cercano, sé que me entiende mejor, sé que le
entiendo mejor. Y me siento bien a Sus
pies. No tengo miedo de perder ni la
vida, ni el prestigio, ni mis afectos, ni mis cosas, ni mi “buen nombre”, nada. Ya no me llama la atención el llegar a “ser
alguien” de cara al mundo o en la propia Iglesia. Estoy dispuesto a todo, a perderlo todo,
también a perder la popularidad y la buena fama. Ya no me interesa todo ello. Me siento libre frente a un Crucificado y
quisiera morir libre, como Él. Sé que aún
me falta mucho trecho por caminar y que en el alma llevo más sueños e ideales
que realizaciones concretas y proezas. Me
enamora Su Cruz. Por eso no me cae bien
una Cruz sin Cristo. Y no es que no crea
en el Resucitado, ¡por favor!, pero me resulta más entrañable –y también más
retador- un Crucificado. Sí. Posiblemente me estoy envejeciendo. Pues lo que acabo de escribir se lo oí decir
tantas veces a varios religiosos ancianos y yo –de veinte años- nunca les
entendía. Ahora lo entiendo bien y eso
me llena de paz.
Y
pienso también en mi pequeña Comunidad. Está
claro que nosotros no estamos en competencia con nadie ni a nadie le queremos
quitar nada, queremos vivir al Crucificado según lo pide la Reina de la
Paz. No sé si a mí me toque ver los “frutos”
de lo que por estos años vamos sembrando, ni sé si los “frutos” serán abundantes.
Sólo sé que vamos caminando en pos de un
Crucificado y que amarle es ya una gracia inmensa. Yo deseo esta misma gracia a todos los que
han sido llamados a seguirle en Cruz.
1 comentario:
Gracias Padre, oportuna reflexión para nuestro tiempo.
No hay salvación sin sacrificio, sin sufrimientos, sin dolor, sin penas, porque todo ello, nos hace madurar, crecer, pulir, y de esa forma es que podemos entrar en el Reino y decir como Jesucristo exclamó en la Cruz, "Padre todo está consumado... ya estoy en tu Reino"
Bendiciones Padre Israel.
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