Desde hace algunos años vengo siendo testigo de cuánto El Señor Jesucristo hace por amor de muchos de
sus hijos. A varios de ellos Él les ha
mostrado ciertamente Su Rostro y les ha dejado ver Su Gloria, les ha regalado
esos dones maravillosos. Y Jesús,
siempre generoso, también a muchos de ellos les ha pedido algo específico: Que
le entreguen sus vidas para siempre, que se consagren a Él en exclusiva. Yo he conocido a varias de estas ‘vocaciones’
y, cosa curiosa, luego de conversar un poco con cada cual muchas veces me han
disparado a quemarropa un: “Yo sé que El
Señor me llama a una vida consagrada, pero yo no quiero eso”… La frase en muchos casos puede variar en
algunos vocablos pero la idea es la misma.
¿A qué se debe este tipo
de reacciones? No niego que he tardado
mucho, pero mucho tiempo, en entender la frase y la reacción. Porque cuando sentí que Jesucristo me llamaba
jamás se me cruzó por la mente decirle que no; sentí miedo, me quedé medio
congelado pero no se me ocurrió decirle no.
Pero volvamos a lo planteado. Yo
pienso que este tipo de reacciones expresan el consabido disloque entre nuestra
voluntad personal y la Voluntad de Dios.
Por decirlo así: Yo miro para la izquierda y Él mira para la derecha; Él
me pide justo lo que yo no quiero; Él me exige que deje a un lado mis cosas
para hacer campo en mi vida a Sus cosas; Él me pide un camino que implica
esfuerzo y sacrificio y yo siempre he luchado por darme gusto en todo y
satisfacerme en todo; Él me pide que esté a Su servicio a tiempo completo y yo
sólo quiero darle algunas horas cuando tengo ganas; Él me pide cruz y negación
de mí mismo y yo sólo pienso en gozar, disfrutar y complacerme en todo; Él me
pide seguirle a Su manera y yo sólo pienso en seguirle a mí manera; Él me pide
Santidad verdadera y yo me empecino en ser santo a medias; Él me pide apasionarme
por Su Reino y yo quiero también tener un ojito abierto para el mundo, para mi
mundo.
Y yendo todavía más allá,
hace unos días me puse a tratar el tema con El Señor en oración y llegué a este
‘descubrimiento’: Pareciera que a muchos de nosotros no nos han educado en el
amor por La Verdad y por El Bien. Hemos
sido, muchas veces, educados para seguir nuestros gustos y caprichos, a eso le
hemos llamado libertad y nos hemos acostumbrado a conseguir las cosas sin
esfuerzo, sin que su consecución implique para nosotros abnegación. Hemos interpretado ‘libertad’ como
seguimiento del propio capricho. Hemos
aprendido a juzgar buenas o malas las cosas según las emociones que nos causan,
según los sentimientos o según nuestra voluble subjetividad. ¿Y dónde queda la Voluntad de Dios? Queda en ningún lado, queda a lo sumo
sometida a nuestra voluntad personal, que tampoco es tan voluntad nuestra sino
el seguimiento ciego de nuestros caprichos y afectos más o menos desordenados
hacia las cosas y las personas o hacia nosotros mismos. Y éste es, lamentablemente, el más grave
problema de nuestra actual visión sobre la educación de los niños y jóvenes: No
los educamos en el ejercicio de la voluntad.
La voluntad es la facultad de querer
el bien, es decir que está ordenada al Bien
y está en íntima relación con la Verdad.
No se trata de querer cualquier cosa y
de cualquier manera. No sería digno de
la naturaleza humana el querer algo que es malo y/o algo que es mentira. Nuestra capacidad de querer se hace fuerte
cuando conoce el Bien y la Verdad. Pero
la voluntad debe ser educada, debe ser entrenada y su mejor
educación y entrenamiento se producen con el ejercicio de la negación de sí
mismos, materia no sólo olvidada sino repudiada en nuestros ambientes escolares
y de educación superior. Ellos y ellas,
nuestros muchachos y muchachas, tienen muchísimos conocimientos, saben de cosas
que los que superamos los cuarenta años ni conocemos. Sin embargo no saben sujetar su voluntad, su
capacidad de querer, al Bien y a La Verdad.
Es más, en nuestro tiempo realizarse personalmente quiere decir dejarse
llevar por la subjetividad propia que le dicta implacablemente qué es lo que se
debe hacer, al margen de toda otra voluntad, menos todavía si se trata de la Voluntad
de Dios.
Y es que, muchas veces,
la Voluntad de Dios es totalmente contraria a nuestros gustos y deseos. Y para seguirla con toda seguridad tenemos
que negarnos a nosotros mismos. No por
nada Jesucristo lo dijo claramente: “Quien
quiera seguirme niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame”. Pero, ¿cómo podría uno negarse a sí mismo si desde
pequeño se le ha educado a satisfacerse en todo, a complacerse en todo? ¿Cómo poder
seguir a Jesucristo si desde siempre crecimos con el ideal de seguir el propio
gusto y capricho al cual le hemos puesto el nombre de “libertad”? ¿Y cómo seguir la Voluntad de Dios una vez
conocida si no tenemos fuerza suficiente en ese músculo superior del ser humano
que se llama voluntad humana?
No es suficiente pues,
conocer qué es lo que Dios quiere de mí, es necesario además tener suficiente
fuerza para cumplirla en nuestras vidas.
Y, es triste constatarlo muchas veces, cuando sentimos que no tenemos
fuerzas para hacer lo que Dios quiere de nosotros nos sale más cómodo decir “no quiero”, “no me gusta”, “no es lo mío”,
“no me veo así”, o incluso pontificar
con una frase solemne y dogmática: “Creo
que no es la voluntad de Dios para mí”.
Yo estoy absolutamente
seguro de que Jesucristo sigue llamando tanto hoy como ayer a muchos varones y
mujeres para consagrar sus vidas en servicio exclusivo de Su Reino, estoy
seguro de que al igual que a los apóstoles les sigue diciendo: “Sígueme”. Yo rezo cada día para que a tantas llamadas
exista tanta disponibilidad, confianza y audacia. Pido por ello el don de la
fortaleza para tantas vocaciones que hoy La Iglesia necesita. Porque una cosa es cierta (y aunque sea totalmente opuesta a algo que viene circulando por ahí y que falsamente se le atribuye al Papa) y más que cierta: Necesitamos más santos con hábitos y con
sotanas, más santas con toca y con velo, porque si no hay Vida Consagrada, La Iglesia podría acabar siendo como cualquier
otra ONG y esa definitivamente NO es la Voluntad de Dios.